domingo, 21 de julio de 2013

Capítulo XIX

Un corazón roto – El que fascina.

            La noche se volvió bastante fría, el cenicero cada vez se llenaba más de su propósito. No entendía nada, y ahí estaba en un estado completamente cavernoso. Debía aferrarme a algo, porque estaba demasiado suelto de todo. Comencé a pensar, aún más, para no perder el vicio. Mi amor era eso, eso que no fue nada. Que pasó desapercibido. Y sin embargo era mío, y nadie podía arrancarme eso de las manos.
            Yo quería creer en las palabras de él, aquella tarde en la que dijo que mi cuerpo era demasiado chico para mi. La tarde en la que selló mi espalda y mi cuello con un beso. Sin embargo hoy estaba acá, y él quien sabe donde. Esto podría haber sido una canción que a pesar de ello no fue. No podría decir que lo ame, porque en verdad aún no logro captar esa esencia de aquello que comúnmente llamamos amor y en pos de lo cual, pareciese que, hacemos todo. Más allá -o más acá de eso- algo hizo, algo parecido a eso supo ser, porque no se justifica que de alguna manera el eje se haya corrido.
            Lo curioso es que él ya había aparecido en mi vida con anterioridad. Haces unos años conocí un Artista, que ahora se encuentra alejado de esta ciudad. Cuando la historia comenzó, no era más que un roto corazón que, lamentablemente para mi, no pudo sanar. Se llamaba Silvestre, y hacía honor a su nombre. Era flaco, un poco más alto y un poco menos flaco que yo. Silvestre, el artista, duró poco y sin embargo hoy lo sigo recordando. La cuestión es que Silvestre era un corazón roto, era un manojo de problemas y neurosis. Estaba enamorado de Él y de New York, y no de mi. Recuerdo lo que reímos y la torpeza de su accionar, recuerdo el cadáver exquisito que hicimos. Recuerdo haberlo visto llorar y sufrir por Él, y juro que no comprendía cómo un Artista podía llorar por alguien como Él. Hoy y un poco más acá de eso que me era ajeno, creo entenderlo y en cierto sentido, con el correr de los años, lo abrazo aunque ya no esté en esta ciudad.

            Él no es el amor de mi vida, como tampoco lo fue de la vida de Silvestre. En sí mismo no participa de la idea de belleza, pero -y en esto estoy seguro- tiene algo, algo que socialmente es valorado. No es un atributo físico, porque no deja de ser uno más del montón. Pero, y aunque probablemente le duela, Él es un producto del mercado, es un producto de consumo, de moda. Y creo que lo fascinante radica exactamente en eso. En que, por vez primera, es el producto de la moda el que te elige. Uno acepta el encuentro, aunque en verdad no signifique nada. Uno quiere -a pesar de que suena deplorable- pertenecer a ese círculo que es socialmente valorado. Y con ese objetivo se deja usar por el producto. Seamos honestos, lo de "dejarse usar", es sólo una manera de decirlo. Pese a que uno pareciese confundir en el horizonte de la experiencia con Él el amor y el consumo, en realidad Él tampoco deja de ser usado. Usado para "pertenecer" a nuestro pesar. Y en ese sentido es en el que lo prefiero retener, como objeto de consumo que me eligió, por más de que el que terminó juntando los pedazos rotos de sí mismo sea yo; al final de cuentas ¿qué es el amor sino eso que en apariencia se expresa como imposible, inaccesible, inalcanzable?

Capítulo XVIII

En ese instante y para siempre – Idos

Comprendí, en ese instante que las cosas se suceden casi por azar. Era extraño encontrarme leyendo aquello que parecía ser amor. Como si fuese que todo lo que está escrito es sobre el amor. Acaso será que uno quiere justificarse amor en cada historia.
            Era algo que parecía tener lógica. Lo amó en ese instante y para siempre. Es curioso que mi historia no se parezca en nada. Yo creía en un montón de cosas, pero no en esa en la cual el amor era eso, el simple encuentro. Y sin embargo, el dolor de aquella historia inconclusa era inmensamente más fuerte que cualquier otro. Pensé en el hecho ocurrido. Y comencé a proyectar los fantasmas que me acompañan desde siempre. Maldije a Eliseo. Era su culpa que nuestro escritor anónimo se aferre a concepciones insípidas sobre el amor, era suya la culpa y sólo suya. Era como si, lo odiase por generar amor, o alguno de sus derivados.  Eso es algo que me molesta. Convengamos que yo, por mi parte, tengo una concepción casi tan absurda -aunque lo niegue- a aquél pobre infeliz que guarda tickets, y que todo lo anota. Comencé a reír. Nunca fuimos más que dos pobres infelices que hacen de lo absurdo el amor. Los pequeños gestos, se convierten en testimonio de amor. Los tickets, las calles, las plazas, los bancos, los cielos, los olores, los perfumes, las palabras, los gestos. Todo se convierte en amor o su opuesto complementario. Es una manera sublimemente absurda, de infante, del amor. Pero, qué es al final del día el amor.
            De repente, mi perfume me lo recordó, y recordé la escena que hacía unos días se había sucedido. Me reí, y a la vez volví a llorar. No podía creer, no quería creerme llorando ahí. Las cosas no son tan magnificas como las cuento. Probablemente él nunca fue nada mío, y yo tampoco fui nada de él. Aunque yo hubiese querido creerlo, y sin embargo ahí estaba, encontrándolo, llorándolo, sublimándolo.
            Y si después de todo, lo llorado y lo reído, aquello nunca fue amor. Empecé a sentirme muy mal. Aquél lugar iba a destrozarme, lo sabía, y sin embargo la pregunta se repitió toda la tarde hasta entrada la noche. Prendía la lámpara del living, y me preguntaba. Lo recordaba allí recostado, riendo, recordaba nuestras charlas, y seguía cuestionándolo. ¿Fuimos amor?, no se si fuimos amor, pero estaba seguro de que fuimos, de que ya estábamos idos, que ya se había acabado y yo me encontraba cuestionándolo. Cómo hacía para justificar todo lo vivido, en calidad de qué, o con qué razón de ser.
            Si hay algo que tengo, y de esto estoy seguro, es que soy demasiado neurótico, y con ese fundamento, seguía allí, recordando y preguntando. Lo veía en la cocina, como un fantasma, y no lograba entender. No entendía nada.

sábado, 4 de mayo de 2013

Capítulo XVII


El arte en Paris – Eliseo

Había comenzado a leer, pero pocas cosas me llamaron la atención de aquél cuaderno ese día, hablaba de muchas cosas, en algunas hojas había sólo garabatos, o pequeñas frases. Una en particular me llamó la atención, tenía pegado un ticket, 1 café, 1 té y tostadas con su correspondiente precio. A la izquierda, en el resto de la hoja, había un garabato sobre la torre Eiffel, pobremente dibujado, y una luna llena en el imaginario cielo de papel. Por debajo, lo siguiente.

…Comprendo muchas cosas, a veces, uno sólo tiene que querer poder. No siempre alcanza, en verdad nunca alcanza, pero uno tiene que querer poder. Quizás en algún momento las cosas toman su curso, y te encontrás sentado en el banco de una plaza, sosteniendo una mano, y llorando de la emoción. Llorando desde el estómago, con risas y espasmos ahogados. Llorando sin más, sin tapujos y con gozo.
Las cosas no siempre van a salir de esa manera, pero uno tiene que querer poder; después de todo, todo siempre se termina perdiendo.  -Yo te quiero. -¿Qué hacemos con esto? -Quiero verte llorar de felicidad, y de angustia también.
Llorando se vacía el alma, mientras que a la vez se llena de vida. Que la remera se moje, que los mocos patinen. Que te avergüence llorar, y llorar igual. Así. Así es lindo llorar.
Hay que ponerse en absurdo, dejar la cordura, y llorar lo que haya que llorar. Reír. Y sentir ese vértigo, ese agujero, esa falta que te hace feliz aunque la mayor parte del tiempo te angustie. Después de todo, nunca dejaste de vivir desde ahí y por ahí, desde eso que te impulsa para todos lados. Lágrimas y risas a borbotón.
- Yo también te quiero.
Lo conocí hace tiempo atrás a Eliseo. Venía cruzando el puente Nouf, en dirección hacia mí. En verdad, iba en dirección al Louvre, de dónde yo salía. Me preguntó si sabía hacía que lado tenía que doblar, si pasando el puente hacia la izquierda o la derecha, no comprendo de dónde provenía, pero él se apareció ahí. El idioma era familiar, era argentino también. Sentí una especie de incomodidad inconmensurable. Había escapado de allá, para poder contar historias de acá, pero ahí estaba el pasado, las raíces golpeándome una vez más, despertándome de una especie de ensueño y olvido. Él no comprendió mucho en qué estaba yo pensando. Evidentemente, tardé en responder, cosa que después culpé al Siena por semejante silencio. Le dije que debería ir hacia la izquierda, pasar los bouquinistes –una especie de puestos de libros, revistas y postales bastantes pintorescos- y que él cuando llegase al próximo puente se iba a dar cuenta que estaba ya en el Louvre. Sólo sonrió. Parecía no querer irse.
Quedó, de repente como extasiado por mi presencia, o por mi voz. Aún no lo sé, aparentemente también fue el Siena el culpable. Reímos ante ese justificativo. Me estaba yendo cuando me preguntó, qué sentía yo. Al comienzo no comprendí la pregunta, así que giré sobre mi eje para mirarlo. Pregunté a qué se refería, qué sentía de qué. En una especie de torpeza, bastante bella, se aclaró la voz.
– Claro, ¿qué sentís de estar acá? Digo, estamos parados sobre el Siena, en la mismísima ciudad de Paris… Yo siento que se respira el arte, a pesar de que esté contaminado de gente y que en verdad no tenga un olor particular. Pienso en todas las personas que pasaron por acá, que se besaron una siesta de otoño, que se tomaron fotos una noche de Marzo. Pienso que el hecho de que estemos hablando acá, los dos, es sólo una especie de repetición, de una historia ya vivida por otros, sólo que no logramos ver el sentido, hacia dónde se dirige esta trama.
Quedé en un estado bastante particular. Realmente esto estaba pasando me pregunté para mis adentros. Me acerqué a él, que en verdad fue sólo dar un paso, porque mientras hablaba, él ya se había acercado. Lo miré y le respondí que quizás tenía razón. Aunque yo sentía una especie de vértigo en el pecho por estar en Paris, era la cuna de grandes pensadores, o el exilio de grandes escritores. Era todo completamente perfecto, aceptaba su manera de decir respecto a que se respiraba arte, pero que lo de la historia no estaba muy de acuerdo. Me negaba a creer que era parte de algo que ya había sucedido, prefería creer que el encuentro era único, y que no necesariamente era una historia leída como un eco que se repetía en el aire bajo el cielo parisino.
-Querrías acompañarme.- me preguntó. Y acepté la invitación. Pasamos la tarde caminando a orillas del Siena, pasamos por el Louvre, pero él no entró y yo ya lo había hecho. Nos sentamos en un café, yo pedí té y tostadas para merendar. Él se pidió un café bien negro. Su francés era mucho más pulido que el mío, lo cual me genero cierta vergüenza.
Pasamos la tarde entera, hasta que entró la noche, discutiendo sobre esa concepción de arte que tenía él. Él comprendía el arte por fuera de lo que en sí podría considerarse arte, es decir, creía que el arte no era el de los prestigiosos, y que en Paris no se respira arte por el hecho de los “grandiosos” que vivieron allí, sino que la gente misma hacía que en Paris todo parezca arte. La manera de pararse, el vestir de las personas, las luces por la noche, las charlas y los cafés. Eso era un arte para él, un arte que estaba condenado a permutarse y repetirse hasta el hartazgo, con pequeñas modificaciones.
Por un momento logré entender lo que me dijo, pero seguía aferrado a que Paris es Paris por aquellos “grandiosos” que lo habitaron. Se río de mi manera acartonada de ser, y por extraño que me resulta, y hasta casi ofensivo, no me molestó. No me molestó porque lograba entenderlo.
Nos salteamos la cena, y seguimos recorriendo la ciudad. Las secuencias vividas eran estupendas. Un momento hablábamos de Dali, al siguiente señalaba a alguien que podría ser el nuevo Dali. Un simple transeúnte que caminaba por al lado nuestro. Hablamos de Frida, de Gala, de Coco, de la moda. Hablamos de la torre Eiffel, el fetiche de la humanidad, la expresión del romanticismo. Hablamos de los campos y de las flores. Hablamos –para disgusto de ambos- de Argentina. Hablamos de los viajes y de la vida. Ahí estaba, la torre frente a nosotros.
No había nadie más, aunque en verdad el lugar no estaba desolado. Parejas que pasaban, amigos que se sacaban fotos. Y nosotros, solos.
–Cómo será que sigue nuestra historia.- se preguntó en voz alta. No supe responder, sólo me dediqué a contemplarnos. A los pocos minutos lo besé y con eso me bastó. Yo lo quise en ese instante y para siempre, permutado a través del tiempo.

Capítulo XVI


Los rituales – La no salida

Cómo era mi costumbre, salí esa misma siesta a caminar –en verdad- sin ningún rumbo en particular. El salir me despeja, no en sí por lo que pueda llegar a ver, sino más bien por toda la preparación previa a salir. Desde el almuerzo, el vértigo que no me deja comer mucho –aunque tenga la tendencia a hacerlo-, la mesa puesta para mi. El ceremonial de la cocina culinaria para darme el gusto, aunque de culinario no tiene absolutamente nada, un poco de pan, un pedazo de carne al horno, una copa de algún líquido (en el mejor de lo casos, y cuando fui precavido, vino tinto), si recordé el día anterior pasar por alguna verdulería, alguna verdura me acompañaría en el banquete, algo que rara vez se sucede. La compulsión de pasado tres minutos exactos de reloj levantar la mesa, lavar el plato, la copa, y lo que sea que haya sido utilizado para cocinar. De ahí, trasladarme al living, tirarme en el sillón y mirar el techo mientras se siente la digestión.
Después de un tiempo, no muy prolongado, prender un cigarrillo, imaginar figuras en las aristas que el humo del mismo va formando. Una ojeada rápida al reloj y darme cuenta del paso del tiempo. De allí al baño. El sistemático ceremonial de desvestirse frente al espejo, mirarse el lunar del pecho, como expresión narcisista del ombligo (ambos extremadamente bellos).  Abrir la ducha, y esperar, esperar el vapor. Una vez que el espejo empieza a empañarse, es momento de ingresar.
Si se te cae el jabón, girarlo seis veces entre las manos bajo el chorro de agua que la ducha cede. Dos veces lavarse la cabeza con shampoo, para luego aplicar el acondicionador. Se permiten cantos, por lo general se generan cantos.
Terminar la higiene y esperar dos minutos detrás de la cortina de la bañera con la ducha apagada, considero que es la mejor manera para escurrirse –por el mismo sentido gravitacional- del excedente. Envolverse en el toallón, y con la toalla más pequeña crear un turbante para la cabeza. Ahora sí. Estás listo para salir de la bañera.
Pararse frente al espejo, y frotar tres veces en forma circular para generar claridad, aunque aún se siga viendo nuboso. Sonreír exageradamente, para mirar la dentadura, cepillarse los dientes, pasar hilo dental, y enjuague bucal para terminar.
Al abrir la puerta del baño te das cuenta. El frío de afuera, que en este caso sigue siendo un afuera de adentro. El otoño tiene eso. Reís por lo bajo, y a la cuenta de seis salís en puntitas de pies hasta la habitación. Tendido ya en la cama miro un rato el techo. Probablemente las ganas de salir ya se me fueron, pero esta vez es distinto. Me decido a salir igual. Me visto, me calzo, y me perfumo. Me quedo leyendo el cuaderno.

martes, 18 de diciembre de 2012

Capítulo XV


Qué tendrá esa mañana – Cuaderno papel araña

La mañana que siguió a aquella noche de revelaciones me encontró dormido. De repente estaba junto a un lago, en el medio del mismo flotaba contorsionada una figura que a la lejanía no se dejaba notar con nitidez. Comprendí por un instante que quizás no era importante. Busqué en el bolsillo de mi saco los anteojos, encontré un papel que decía “Te esperaré”. Levante la mirada, la figura seguía sin distinguirse, miré a mi alrededor. Estaba solo, no había nadie. Me dispuse a caminar.
Caminé por un largo rato, el paisaje tampoco se notaba muy nítido. La niebla seguía siendo un elemento que no me dejaba ver. A lo lejos una figura humana se acercaba. Empecé a tener palpitaciones. Era alta, de un semblante muy particular. Llevaba saco, pantalones oscuros, diría grises, y zapatos negros. En su muñeca un reloj con maya de metal dorada. Estaba peinado, y creía haber distinguido un perfume particularmente conocido. Empecé a caminar más lento, la figura cada vez se hacía más grande, los detalles en este punto se hicieron cada vez más significantes. Era una cara conocida, poseía unas cejas muy particulares, unos labios delgados y la nariz relativamente afilada. El cinto era oscuro, casi tan negro como los zapatos, creo que era calado, aunque aún no estaba muy seguro. Comencé a sentirme un poco incomodo, mientras las palpitaciones seguían aumentando, el clima era nebuloso y frío, las manos me sudaban, los vellos de la nuca comenzaban a erizarse, una corriente fría rodaba de mi la parte superior de mi columna hacia la mitad de mi espalda. El aire por momentos me faltaba. Los ruidos de sus zapatos se sentían cada vez más cerca, y yo que trataba de esquivar la mirada. Cuando atino a cruzarme ví sus ojos. Una brisa me sacudió el cabello cuando terminó de pasarme, iba apurado, atónito comencé a descender mi ritmo, hice tres pasos y me anclé.
En ese momento trataba de unir imágenes, figuras, rostros, todo lo que mi cerebro pudo acumular hasta aquél momento, hasta que resolví el enigma. A él lo conocía, cuando me dí vuelta para tratar de gritarle algo, de decir algo. De expresar lo que en ese momento y quizás aún hoy no pueda expresar, me encontraba de vuelta en el lago. Ahora flotaba, mi cuerpo levitaba en medio del lago que irradiaba vapor. Me encontraba boca arriba, aunque mi cabeza estaba inclinada hacia atrás, los dedos de mis pies casi tocaban el agua. Frente a mi ojos un cuaderno abierto que leía con una caligrafía no muy delicada, escrito con birome. Atiné en un intento agotador cerrar el libro, cuando logré hacerlo era un cuaderno de tapa azul-violácea. De pronto todo blanco.
Abrí los ojos, y estaba encandilado  por un rayo de sol que se colaba por la rendija de la persiana de mi cuarto. Trate de pensar pero lo olvide todo. Me estire en la cama, llevé los brazos flexionados hasta la altura de mis orejas empujando las almohadas hacia arriba, mientras mi piernas lentamente se estiraban con los pies en punta hasta los bordes de la cama. Inhale profundo, en un movimiento de látigo volví a enrollarme y relajé todos mis músculos.
Había estado soñando, aunque aún quedaban vestigios de las palpitaciones del sueño. Miré toda la habitación desde la cama. El techo se me presentó como una gran fuente de distracción por al menos cinco minutos. Cuando volví a recuperar la cordura, decidí sacar fuerzas quién sabe de donde, y me senté al borde de la cama. Fue un sueño me decía en voz reflexiva, pero…¿qué quería decirme eso?.
Estuve un rato debatiendo si quería realmente levantarme, o acostarme de nuevo. El cuerpo me pesaba, pero comenzaba a sentirse cada vez un poco más relajado. Me frote la cara y el cabello, lo intenté acomodar aunque el intento sólo logro que se desacomodara aún peor. Miré el reloj, y ahí lo vi, el cuaderno con el que había soñado, cuaderno que en la vorágine de todo lo sucedido en los últimos días había abandonado. Comprendí que en alguna especie de ayuda memoria culpógena el sueño me hacía recordar que debía leer aquél cuaderno. Decidí no olvidarlo, aunque a pesar de ello, aquél día tampoco lo iba a tomar en mis manos.

Capítulo XIV


Desde mí – Ser libre de para poder volver

Pero está claro, que no era lo que en verdad quería. No sabía en aquél momento qué es lo que realmente quería, pero sabía que no quería libertad, y tampoco quería atarme a él. Hubiese querido en aquél momento dejar de pensar, pero sabía que esa opción no estaba dentro de las posibilidad lógicas que me atañen. A veces, y no es que me esté quejando, resulta un inconveniente pensar las cosas, tampoco es que desee ser otra cosa que no soy. De alguna manera me quejo, pero me justifico de esto que soy, porque otra no me queda. También pienso que está bien que otra no quede, no lo digo como alguien que está resignado, sino más bien lo digo desde un lugar en el que no sé lo que estoy diciendo, pero algo estoy intentando decir. Todo es confuso en algún punto.
Él me vió, se sonrió me saludo con un gesto y se desvaneció en aquél edificio. Yo quedé sorprendido. En un momento pensé en correr a golpear la puerta antes de que subas al ascensor que te llevaría hasta tu locación. Después comprendí que era innecesario, que las cosas la tenía que terminar de resolver yo, más que nunca, desde mí. Me habías dado eso que tantos quieren tener, y yo estaba ahí sin saber muy bien que hacer.
Regresé, tranquilo, hasta mi casa intentando pensar que iba a hacer con Ella. No lograba figurármelo. Me senté en la vereda esperando para ver amanecer –metafóricamente hablando, ya que la cuadra esta llena de edificios que me impiden ver el amanecer-. La madrugada estaba lo suficientemente tranquila, como para que yo, decidiese que era lo que quería hacer. Por primera vez dejaba de pensar en el pasado, y comenzaba a ver hacia adelante.
Un gato saltaba los techos, lo miré, lo llamé. Se paralizó, no estaba seguro si yo iba a ser una buena compañía aquella noche. Estaba lo suficientemente afectado como para estar acompañado, aunque pareciese que un momento lo dudo. Parecía que por un instante se iba a acercar, se iba a posar sobre mis piernas, e iba a ronronear. Después me dí cuenta que eso fue lo que quise creer. Me miro, se mostró lo suficiente como para que lo admire, y se metió en uno de los balcones.
Comprendí que la libertad no era lo que quería, tanto como aquél ser peludo. Yo simplemente quería poder ser libre de volver a algún lugar que me sea propio, dónde me estén esperando, donde me puedan rascar el lomo y quedarme así dormido. No pedía mucho más que eso. Lloré porque lo comprendí, y luego empecé a reír como nunca había reído. Reí libremente, porque estaba liberado y yo quería atarme.
Como en un estado de gracia decidí irme a dormir. Ya había amanecido, los porteros baldeaban las veredas, el aire puro de la mañana era bellísimo, pero yo quería descansar. Había sido una noche en la cual todo había sido lo suficientemente intenso, confuso y a la vez esclarecedor como para seguir despierto. Era hora de ausentarme por un momento.

Capítulo XIII


Súbito – Inherte

            En un instante ves pasar tu vida pasando por detrás de la retina. Es un instante de muerte. No es que necesites superar o que no hayas superado algo del pasado, es que todo pasado está envuelto de nostalgia, como deseo insatisfecho, como enunciado posmoderno. Por momentos pensás en inmolarte, quedar inherte ahí. A la espera, sin dar el brazo a torcer, sin modificar tu conducta porque sos fiel a eso que sos. Quizás eso que seas no sea lo mejor, ni siquiera se asemeje a lo bueno, pero es lo que sos.
            Después de años de vivir pidiendo perdón, después del enunciado mortífero que su boca soltó, comprendés que hubo algo en él que te sirvió: “Con el perdón no hago nada”.  Quizás sea esa la razón por la cual hoy me encontraba viéndolo, inconsciente o premeditadamente. No son momentos de pedir perdón, son momentos de agradecer. Si tan sólo él pudiese saber que aquella vez que me liberó de él, también me libero de toda la vida, de toda mi vida pasada. De todo perdón enunciado, de todo sentimiento de culpa mal usado.
            Y aunque siempre anhelamos a la inalcanzable, imposible e histérica –y estoy hablando de La Libertad-, no sabemos muy bien que hacer con ella. Cuando de pronto comprendemos, que la tenemos en las manos, no queremos otra cosa más que arrojarla lo más lejos posible, para iniciar de nuevo esa búsqueda. ¿Será que acaso estamos destinados a anhelarla con tantas fuerzas que cuando la tenemos, ya no la queremos? ¿Seremos realmente como ella, histéricos? ¿O es que acaso, no la queremos, simplemente la queremos porque es lo que se debe querer? Quizás la libertad es eso que nos lleva a morir, a sentirnos muertos, por el simple hecho de que al tenerla, ya no existe esa fuerza que nos moviliza a buscarla.
            Así me sentía yo, muerto. Prefería quedarme atado, esclavizado a su perfume por la mañana cuando partía para su trabajo, a mis zapatos al lado de los suyos, a mi mano junto a su mano. Hay algo de esa rutina, que tanto arruina, que no quería perder. No sé cómo fue que paso, pero encontré la libertad con él. Y no quiero tampoco ponerlo en el lugar del héroe de esta historia. No son tiempos para escribir historias sobre héroes, ni villanos. Son tiempos de escribir las cosas que muchas veces no se pueden decir. Como cuando, antes de partir, no pude decir Gracias. Tampoco las lágrimas lo dejaban. Pero había algo en ese instante súbito, que me dejó posicionado de tal manera que las palabras eran incomunicables. No había nada que yo pudiese decir para expresar lo que sentía. Era como si me regalasen la vida, y a la vez me dijeran las cosas malas que tenía vivir. Era una decisión difícil, con la única diferencia que en esta oportunidad yo no podía elegir, porque fui arrojado a la tan anhelada libertad.

Capítulo XII


Del ser al no ser – Frío en la piel

            Todo hubiese sido más fácil si mi boca hubiese roto en una especie de agonía. Pronunciar un nombre, más que un nombre, diría Su-Nombre. Me disloqué en el camino a casa, mientras pensaba que existen pájaros y flores, que después de todo esa sensación pre-infarto, el pecho oprimido, el corazón palpitando, la imagen borrosa era sólo consecuencia del frío. Aunque la piel ajada de mi mano, era la que sentía el inescrupuloso frío que me acompañaba en aquella caminata nocturna hacia mi cálida casa.
            Llega un momento en la noche en que un piano es el refugio más ameno para sufrir. No es que me encante el drama –aunque de hecho es que si me encanta- pero más allá de aquella fascinación por lo gris, hay algo que es inherente al ser, una predisposición filogenética a la melancolía. El anhelo de lo viejo, anhelo gris y siempre reinventado, re-editado, descompuesto y vuelto a componer. Esa especie de creencia irrefrenable de que todo pasado fue mejor, y que en ese pasado se fue realizado. Una creencia absurda, porque en aquél pasado añorábamos otro pasado. Es la explicación que leí no hace mucho tiempo en unos escrito de un viejo vienés.
            En aquél momento no lograba comprender a que se refería. El alemán no es de las lenguas anglosajonas que más me agrada, aunque algunos fonemas suenan bastante violentas para la garganta, que dan ganas de gritarlas mientras agitas la mano, quejándote de que “Todo pasado, fue siempre mejor”.
            No agrada mucho al escritor de caer en los clichés, pero claro está que en mi cabeza suena un blues, mientras camino helado y de manera cíclica la misma manzana, una y otra vez. Como si fuese que este camino, este trecho tendría algo que decirme. La calle se encuentra desolada, aún no amanece, aunque el aire comienza a sentirse más puro. Y yo sigo dando vueltas intentando encontrarle algún sentido al enunciado, al no poder decir tu nombre.
            Levante la mirada un segundo, y te ví. Calle Montevideo. Y lo comprendí todo. Ahí estabas. Volviendo de quién sabe qué lugar. Comprendí como en un epifánico momento de gracia. Que todo lo que había hecho había sido en vano. Todo recorrido subjetivo, se había vuelto en la peor de las traiciones. Mis pies me dirigieron, en esa dislocación del recorrido hasta tu edificio. Entendí que esta vez, esta vez… no iba a comprender nada.
            Atónito me miraste. Y en esa especie de micro-fracción de tiempo, en ese microsegundo, entendimos nuestra miserable existencia. Al menos, yo había entendido la mía. No alcanzaba con saberte libre y solo deambulando por las calles de esta ciudad. Necesita comprobar que eras feliz sin mí. Ahí estabas, irradiando alcohol por los poros, casi contento de volverte a casa después de una larga noche. Yo intentaba moverme hacia alguna dirección. Quede estacado a aquella vereda por unos minutos más. Contemplando lo que el cosmos había ordenado para mí.

Capítulo XI


Los recovecos – Los gestos

            Nunca comprendí muy bien, que hacía yo ahí. Estaba como inerte. Por un momento el tiempo se detuvo. Todo era bastante claro. Lo recuerdo corriendo por el patio de la casa, nos recuerdo riendo como en pequeños flash-back. Recuerdo un paisaje verde, su sonrisa iluminada por el sol, sus rulos, la manera en la que caminaba, sus preferencias a la hora de vestir. Sus pequeños tics a la hora de desvestirse. Lo recuerdo todo, como ponía sus labios a la hora de pronunciar “mon petit”, la boca apenas abierta, la lengua detrás de los incisivos superiores, la boca estirarse, el aire saliendo al final del enunciado.
            Recuerdo la lluvia, los relámpagos, mi infancia. Recuerdo que solía creer que el sonido de mi voz salía por el ombligo. Recuerdo el vapor y las virutas del té que me tomé en aquél paseo durante aquél otoño helado. Recuerdo su llanto, la manera en que le temblaba el ceño aquella tarde en la que decidió irse, la lágrima rodando por su rostro, dejando atrás un camino húmedo de recuerdos gratos opacados por vaya uno a saber qué cosas… Y de repente otra vez vuelto al bar, a los ladrillos, a Juan diciendo ¿Dónde estás? ¿Dónde estás? ¿Me escuchas? Volvé.
            Las cejas se me levantan, la boca se me estira, un esbozo de sonrisa, una nostalgia por todo el lugar.
–Acá estoy, y por lo que creo ver, Cata se parece mucho a ella –señale entre la multitud- No estoy seguro, pero pareciese que es ella. Por la manera de caminar, y por los cabellos hasta el hombro, y esos rasgos afilados.
            Juan había entrado en una especie de trance, no entendía muy bien que estaba sucediendo, pareciese que ahora él estaba haciendo un viaje a través del tiempo. Sigo preguntándome hasta dónde habrá llegado, y qué situaciones habrá recordado. Dejó su vaso de cerveza en la barra, para contemplarla abriéndose paso entre la multitud, y afirmándome sólo con la cabeza que ella era la susodicha.
            Pensé, como quién piensa cosas al azar, que quizás bastó nombrarla, bastó que por una especie de conexión cósmica, al nombrar a alguien, el nombre pronunciado rebotara por todos los espacios, recorriera todo el universo en una especie de resonancia colosal, hasta llegar al oído de quién acababa de ingresar por la puerta. Grite su nombre, y no funcionó. Nunca apareció en toda la noche. Juan ya me había introducido a Cata, quién no me había caído para nada mal. Mientra yo relojeaba cada tanto la puerta haber si se hacía presente. No sucedió en toda la noche. La guitarra siguió regalándome melodías nostálgicas, y yo seguí esperando.
            Supuse más tarde que quizás no lo dije suficientemente fuerte, que quizás había traspasado la atmosfera, y había llegado al vacío, y se abría esfumado precisamente allí, interceptando esta especie de evocación. Volví completamente desalineado y desahuciado a casa.

miércoles, 30 de mayo de 2012

Capítulo X


Del ser snob – Recordar todo, menos el nombre

            Juan me contó sobre rutinas de trabajo, problemas en la oficina, vida que se le iba de las manos. Habló sobre complejos, sobre miedos, sobre incertidumbres a futuro. Comentó la historia que había vivido el último fin de semana. Conoció a alguien.
            Todos corren con la suerte de ser seres sociales, de encuentros y nuevos vínculos. Yo sólo tengo esto, mis manos y la lapicera con la que te escribo. La secuencia de letras que intentan decirte algo que aún no pueden alcanzar. Sólo tengo esto, y espero que con esto alcance.
            Resultó ser que Juan conoció a Cata, una estudiante de bellas artes, demasiado flaca, demasiado adicta al tabaco. De cabello hasta los hombros, enrulados, castaño claro. Rasgos afilados, de poco pecho –cosa que acordamos innecesaria a esta altura de nuestra vida-. Un poco “snob” según sus palabras. Esto nos llevó prácticamente una hora de definiciones sin sentidos sobre dicho término. Acordamos que dice “snob” sólo en alusión a que era lectora ávida de Rayuela. Era una Maga posmoderna, no compartí la conceptualización, pero la acepté, la comprendí.
            Me comentó sobre la belleza de Cata, cosa que pocas veces puedo comprender. Hablo de su cuerpo y de sus atributos, de sus besos y de la manera en la que baila. Hay cosas en las que no tengo idea, el baile es una de ella, así que simplemente fui oyente de la historia que me contaba, sin omitir ningún tipo de palabra. Juan por su lado llevaba puesta una remera que le había regalado. Una de esas cosas que hago en mis tardes de ocio, pintada a mano temblorosa –la mía que es más rígida para escribir-. Eso me llevó a recordar aquella tarde de llanto frente a un libro prestado, del cual lo único que recuerdo es lo destrozado que me había dejado. Traté por un tiempo recordar el por qué de mi emoción. Recordaba algunos pasajes, algunas imágenes. Recordaba que era un historia de amor con demasiados desencuentros. Recordaba el papel en el que estaba escrito, y la tipografía que había utilizado. Recuerdo alguno de los dibujos que tenía. Pero no lograba alcanzar el título de la novela. Llegaban a mi mente una no tan extensa lista de libros, entre ellos “Mientras Inglaterra duerme”, pero estaba seguro que ninguno de los de esas listas era el correcto. Ahogado en pensamiento, y cansado de esfuerzo mental mis ojos se posaron en una de las paredes, mientras por mis oídos seguía llegando el sonido de aquellas cuerdas.

lunes, 21 de mayo de 2012

Capitulo IX


Juan está bien, yo estoy mal – Ayuda que nunca va a llegar.

Salí a la calle, pensé dos segundos en cosas sin importancias. Nunca entendí muy bien la calle, digamos que si bien no me crié en una burbuja de cristal, la noche fresca y la vereda tiene ese misterio que uno no sabe cómo resolver. Aunque te hayas criado en la calle, a mi que no me vengan a mentir, aunque convengamos que tampoco pienso ponerme en contra de cosas que desconozco. Volviendo, ese misterio que me atrapó unas cuadras camino al bar. Quizás el lugar poco importa, pero era lindo. Tenía un aire de primer mundo suburbano –aunque la metáfora suene muy paradójica-, pedí una cerveza y esperé. Un chico rasgaba su guitarra, y cantaba con voz desahuciada, melodramática. Temí por su salud y la mía, comprendí después que quizás es sólo una performance. Era el dolor expresado de la guitarra que hablaba, y no la de la voz. Lo imagine, como siempre tiendo a hacer con las cosas que me llaman la atención, feliz en una casa en el conurbano de la ciudad, feliz con patio y un perro. Me contenté por unos instantes.
Juan había llegado al bar, y me miraba atónito a la distancia. Quizás mi rostro dibujaba la bella historia del ser-guitarra que esa noche musicalizaba el encuentro. Cuando volví a la realidad, mera impureza despiadada que se torna conflictiva, Juan me sonrió y se fue acercando. Nos saludamos, y no dudo –ni dos segundos- en decirme.
-Dejá de soñar de una vez, en qué mundo estás ahora?- En un tono irónico e inquisidor.
Me sonreí con la mirada ida, fijada en las cuerdas de la guitarra que temblaban.-No pensaba en nada, como siempre- O como nunca me dije para mis adentros. Rió con cara de complicidad hacia un ser no existente. Dejé pasar ese hecho, siempre discutimos por lo mismo, con quién creas comicidad si no hay nadie alrededor.

martes, 15 de mayo de 2012

Capitulo VIII


Anotarlo todo – Nunca olvidar

Jueves 23 de Julio.
Temperatura: 4º.
Sensación Térmica: 0º.
Humedad 82%.
Quizás sea el marrón de los árboles deshojados, la blancura de la nieve, o el frío en los huesos, los que me hacen pensarme hoy más que nunca solo. Ser sólo después de todo no tiene nada malo, viviré libre, viajaré cuando quiera, conoceré lugares distintos, podría incluso vivir en distintas ciudades. Construir historias, conocer personajes, para después perderme. Para que cuando llegué mi muerte, todos aquellos que me conocieron, estén juntos contando anécdotas sobre mi persona. Para que entre lágrima y llanto, se encuentren distintas culturas, unidas todas frente a mi ataúd.
Hace varios días que estoy encerrado en mi habitación, mañana parto hacia Madrid. Argentina ya me cansó, esto del asado, de la política, de la cultura, del tango. Me tiene harto. Me marcho para olvidar, olvidar todo aquello que alguna vez viví. Me marcho para contar después historias del otro lado del mundo. Me marcho para conocer, para crecer, para perdurar en la memoria de alguien como anecdótico personaje desconocido.
Me marcho porque los bares ya no son divertidos, porque no quiero morirme sin conocer distintos lugares. Me marcho porque quiero marcharme, porque no tengo nada que perder, y porque tampoco tengo razones para quedarme. Por eso me marcho. Es julio, hace frío, no sirvo para los climas de este tipo de estación. No sirvo siendo solo. El frío me deprime estando sólo. Son largos los inviernos que pase en soledad, uno más dudo poder soportar. Por eso marcho.
Buenos Aires no tiene nada de atractivo, la 9 de julio tan amplia me deprime, tan atestada de autos, de metales, la estructura más fálica del planeta. La muerte misma, y la falta que me persiguen hasta en el espejo empañado del baño de esta habitación de cuarta.
Quizás para cuando me vaya, ya no habrá nada que contar. Sólo ausencia que nunca será sentida como tal. Sólo desvanecimiento de la figura corporal. Sólo pensamiento que flotando en el aire, que acurrucado detrás de un oído sonará como vivo eco. Eco del amor que las palomas, acurrucadas en los árboles de los bosques de Palermo, se brindan.
Y yo en mi eterna soledad parto. Parto para encontrarme con nuevas calles, nuevas voces, nuevas historias y nuevas personas. No sé por qué me marcho ya, pero se que tengo pasaje en mano.

Eso fue lo que alcancé a leer aquella noche. Con el cuaderno en el pecho, caí en un profundo sueño. Recuerdo haber llorado mientras leía, o quizás sólo sucedió en el sueño. Las bocinas me levantaron a las 9 de la mañana, por las rendijas de la persiana el sol se hacia presente. Los ojos con lagañas, el pelo alborotado, la taza de té en el piso al lado del sillón. Todo había sido lo suficientemente confuso, como para entender algo de aquél sueño. Dije que lo anotaría, pero como siempre, llegué al baño, me cepillé los dientes. Y mientras mentalmente trataba de armar la narración onírica, el teléfono sonó. Era Juan, que quería preguntarme si quería ir a desayunar. Contesté que no. Me dijo que tenía que actualizarme sobre un par de acontecimientos, mentí, como siempre para no salir de casa. Le dije que después hablábamos. Y cuando regresé para tomar mi cuaderno azul-violáceo ya no recordaba ni qué tenía que hacer.
Cuando anude el recuerdo de la acción por hacer. Ya no sabía que escribir, todo era tan hermosamente confuso, que sólo me conforme con mirar por la ventana, sentado ya en mi cama. La ciudad empezaba a ponerse ruidosa, y yo que la contemplaba como enajenado.
Jugué todo el día a probarme ropa, a dibujar un par de cosas sin sentidos. Y a pensar en el pobre de Juan que me había dicho que quería hablar. Tomé el teléfono, marqué su número, y lo cité en un bar a las 21hs. Me dedique la tarde entera a juguetear con la ropa.

martes, 8 de mayo de 2012

Capitulo VII


¿Tendrá algo que esconder? – El mundo de las medias naranjas

 A esta altura, ya estaba en casa, en el sillón de cuero marrón, con capitones, un poco resbaladizo, con una manta tejida, que tiene mil historias por contar. Esos recuerdos, esos objetos, que uno arrastra hasta quién sabe que tiempos. Como los cuadernos que en la estantería del living se encuentran juntando polvo, con historias viejas, aún más viejas que ésta.
Virutas de vapor despedía mi taza de té, mi corazón paralizado, sin poder parpadear, sólo el tic-tac del reloj. En la mesa, un cuaderno que reposa tranquilo. Pienso que momentos así, sólo se viven en las primeras citas. Esa torpeza tan actualizada, tan tosca de los primeros encuentros. Ese nerviosismo, el patetismo de las primeras impresiones, que pronto se verá envuelto de risas como un recuerdo. La torpeza de comer una empanada con tenedor y cuchillo, son esos momentos los que nunca se olvidan, los nervios y el stress de la situación te llevan a hacer cosas nuevas, que jamás se te hubiesen ocurrido. Tales como la anteriormente nombrada, hay miles de ejemplos más. Comer un bocado de lo que fuese, y limpiarse sintomática, obsesiva y compulsivamente. Qué bellos recuerdos esos de las primeras citas. Uno tan sublimadamente correcto,  no sea cosa de que la media naranja que esta sentada del otro lado de la mesa, no quiero unirse a vos, porque comes la empanada con cubiertos. Suena tan paradójico, que empiezo a reír sentado en el sillón capitonado de cuero marrón. Río tanto que olvido que es de noche, que los vecinos son molestos, y que los techos son altos. Tan altos, que horas después se siguen escuchando los ecos de la risa. Es un lindo ejercicio antes de dormir. Recordar algo lindo, algo humorístico, o cómico, reír y después dormir, para levantarse con risas aladas que cuelgan de los techos.
De repente, silencio abrumador, mirada fija en el objetivo. Mi cerebro mandaba impulsos nerviosos a mis músculos, y mi mente decía “No, no corresponde, no es tuyo, no sirve, no es así, eso es personal. Pensalo de manera opuesta. No querrías que alguien lea tus cuadernos si los encontrase en la calle. No.”
Pero ya era tarde, cuaderno en mano, Rivadavia. Hoja de presentación. Anónimo. Nada, vacío, blanco. El anonimato siempre es bueno, recordé, en un intento de arrepentirme por haber nombrado cada cuaderno mío. Bueno, es hora de leerlo, ya lo abriste, no tiene dueño, quizás nunca haya reclamo.
Ahora que lo veo en retrospectiva, quizás nunca debí leerlo. Pero eso era arrepentirse, era tiempo pasado, era causa y tuvo sus consecuencias. El tiempo siempre será tic-tac y nunca tac-tic. Es tiempo de seguir. Aunque lo vuelva admitir, leerlo implicaría, y pondría en juego aún más de aquello que estaba dispuesto a encontrar en aquellas páginas de aquél cuaderno encontrado por calle Rioja.

lunes, 30 de abril de 2012

Capitulo VI


Cambia, todo cambia – Hojas que vienen y van

Entre tanta rutina, entre tanta muerte y tanta lágrima. Ya llegará aquél día en que te encuentre por primera vez. Te conozca, y sepa eternamente que seré tuyo para siempre. Aunque quizás esta vez, la eternidad duré más que un instante.
Caminaba, sólo para recordarme que no estoy solo. Que somos solos en un mundo de muchos. Que las caras largas, y que las faldas cortas, son una moda y nada más. Que los maletines están llenos de papeles y vacíos de sueños. Atascados en las manos de extraños que se dirigen de acá para allá, sin sentido, sólo acto reflejo, eterno y sintomático. Y en mi mano este cuaderno que de a poco se tiñe de un azul violáceo, de manchas en los márgenes, de bordes de tapas doblados, de sueños e historias materializadas sin sentido.
Me detuve tan sólo un instante. Respiré el aire de la ciudad, respiré como quién da su última bocanada antes de partir. Respiré para darme cuenta que estaba vivo, y que había pasado por alto un acto distinto del rutinario. Pasó un maletín aferrado a la mano de un extraño, y tosió en la vorágine del tumulto, tosió lo suficientemente fuerte como para despertarme de la rutina, como para traerme a la vida, para volver a respirar. Dejó caer al suelo de calle Rioja –y a esta altura la altura deja de tener relevancia- una especie de cuaderno. Era rojo, forrado con papel araña, las puntas de las tapas dobladas en sus vértices. Lo tomé con mis manos y miré a mi alrededor, nunca en la vida me sentí tan dueño de un tesoro tan magnífico, miré para encontrar el dueño, el dueño de aquello que parecía ser, un cuaderno, igual al mío, pero en otro color, con los mismos vicios, y las puntas dobladas. No había nadie en la calle. Todos se habían ido como las hojas en otoño.
Ante el estupor de semejante tesoro encontrado por calle Rioja, caminé con este nuevo tesoro por encima del mío. A la vista de todos, para que si mi alma gemela lo viese, se acercara a reclamarlo. Esperaba el encuentro, te esperaba más que nunca, y más que a nadie. Te esperaba mientras caminaba, casi como un acto reflejo. Caminaba esperándote, esperando que me alcances. Pero eso nunca sucedió y llegué a mi departamento. Ingresé con el tesoro en las manos.
Tiré las llaves al centro de mesa, estilo cuenco de vitrofusión. Me preparé un té, prendí el velador del living. Dejé el cuaderno por un instante sobre la mesa, mientras volvía mi mirada cada dos por tres, para asegurarme que esta vez no se iría a ningún lado. Me desvestí, me puse ropa suelta, me dejé las medias, busqué mi té y me tiré en el sillón con una pregunta me llevaría un par de horas responderla.

lunes, 23 de abril de 2012

Capitulo V


Todos nos queremos enamorar – Soy tan tuyo como de nadie

Quizás hubiese esperado a “Quien fuera que seas”. Hubiese esperado pero no pude esperar. Porque esperar implica seguir en la misma posición de poco sujeto, exactamente igual que ahora. De pronto morir no se vuelve tan temeroso, reflexionando te das cuenta que morir no es más que una acción pasada, porque vivo no estás. Estás esperando encontrar el sentido de algo que no tenes, esperando encontrar el sentido de la vida, frente a un río, bajo un árbol, solo. Esperas encontrar “Cada una de tus cosas”, que ya no existen, porque tu ser está perdido.
Y lloras, por llorar, porque hasta eso se volvió un acto reflejo, de muerte. Una rutina. Lo lloras todo, frente al río, te unís, te camuflas. Te empequeñeces frente a la inmensidad del cielo, y al costado del río. Las personas se detienen, la conciencia se queda muda, y sólo lloras. Pequeños espasmos de vida, vida que no tenes se vuelve a ir. Y las lágrimas se tiran por el tobogán de tus mejillas. Se pierden en la caída libre desde tu rostro hasta el verde. El verde del pasto que en verano se vuelve amarillo, el pasto que alberga debajo de si a las hormigas, y las hormigas que juntas viven. Y vos, que no sos hormiga, lloras solo frente al río.
Creerías que la vida no puede ser tan trágica, hasta que al día siguiente te encontras haciendo lo mismo. Hubiese preferido quedarme al lado de aquél que una vez me juro que la eternidad es corta, pero el preferir no era más que un deseo. Un deseo no compartido, un deseo que se compartió, que recibió invitación al té de las 6 del amor, pero que estando allí se le denegó el té, se le negó lo social y se le quito la tarjeta de invitación. Y quedaste sentado afuera, en la vereda, en el cordón de la calle, mirando hacia atrás mientras otros disfrutan del té. Tan suyo como de nadie, nunca fui. Porque nunca fui más mío que esa tarde. Mío como ausencia, como falta, como muerte misma.

domingo, 15 de abril de 2012

Capitulo IV

Qué poco rato dura la eternidad – Para siempre era mucho pedir

Me dispuse a escuchar música, la idea de que nada es para siempre, me perseguía, mientras yo me aferraba convencido a que ellos, que se juraron amor en este parque, vivirían para siempre. A veces me suceden estas cosas, aferrarme a ideas que yo mismo a veces ni las creo, pero que me obligo a creerlas, para no entregarme a esta nueva era de las relaciones efímeras. Para no perder lo poco que de mi conozco, lo poco de sujeto que me queda. Entonces trato de agarrarme, con alfileres de gancho –como solía hacer mi abuela con algunas prendas- a ideas y pensamientos que, a pesar de saberlos refutables, prefiero creerlos como verdaderos y universales, cómo en las épocas anteriores a las mías, donde las bandas cantaban sobre amores en tabernas londinenses, sobre submarinos de colores, sobre enviar cartas de amor.
Creía que lo efímero a veces se volvía un concepto perro, de esos que se te pegan a los brazos, como tatuaje, como clavel del aire, que infesta al pobre árbol. Pensaba en eso, mientras escuchaba canciones, pensaba y escuchaba. El oído esconde un secreto que nadie más oyó, la madrugada aquella, la brisa de verano, el borde del río, la misma escena que vivo ahora, pero más de un año atrás. Un año. -¡Qué poco rato dura la eternidad!- me decía mientras peinaba mi cabello. Reía al compás del agua paranaense, y mientras me peinaba a su “piacere” escribía con su lengua esa frase. Juramos, conjugamos verbos en primera persona del plural, planeamos viajes, dibujamos paisajes. Todo en vano, estar siempre así era demasiado pedir.
“Te miro y pienso, te miro y me digo: “quien quiera que seas, ¿de dónde has salido?”. Lo quiero todo, y tengo muy claro que no, te voy a entender, más que en parte. Me importa mucho más verte vibrar, así, que descifrarte. Te veo y quiero, que tu me veas, quien quiera que seas, quien quiera que seas. Tan poco tuyo que ahora soy yo y nunca fui tan de nadie...” Estoy tarareando mentalmente esta canción, y recordaba, como epifánico flashback, una frase al pie de algún texto, que ya ni recuerdo el autor. “Estar enamorados para siempre… pero “para siempre” era mucho pedir.” Como sacado de alguna agenda, de algún año. Aquellos años en los que me dedicaba a escribir en agendas, en vez de cuadernos, donde no me sentaba en cafés, ni miraba la gente pasar, años en los que tu encuentro era algo imposible de concretar.

lunes, 9 de abril de 2012

Capítulo III

Dos en uno – Clorofila testigo de un amor

Entre griterío acuático, y humo de alquitrán, los vi a ellos. La edad ahora es poco relevante, pero podría decirse que ellos vieron pasar un par de bandas que me hubiesen gustado conocer, en su momento de mayor auge –aunque sabemos muy bien que algunas de esas mismas bandas se perpetuaron en el tiempo-. También vivieron, admitiría a decir juntos, una época en la cual Argentina, no era un lugar seguro donde vivir, quizás la necesidad de la misma republica que quería ser primer mundista. Entre persecuciones y torturas, una época oscura. Volviendo mis ojos y mis pensamientos hacia ellos, los vi caminando de la mano por los senderos –urbanos- del parque. Me pareció que merecían ser nombrados, y que seguramente era una historia más para contar.
Trate de imaginármelos apretados de pasión cuando jóvenes, aunque la idea me parecía lo suficientemente inaceptable, me dí cuenta que lo utópico para el imaginario social, tiende a ser lo que más me gusta. Así, los pensé escondidos, luchando por ideales, exiliados quizás por un tiempo, perdidos entre sus pasiones políticas y carnales. Los imagine siempre juntos, siempre uno al lado del otro, argumentándose los “por qué” de las cosas. Quizás hasta un tanto filosóficos. Los veo ahora discutiendo sobre mejor país de escape. Uruguay parecía seguro para él, ella prefería irse más lejos, algo que no le recuerde el suelo argentino por un rato, querría quizás ver un paisaje más grotesco, menos rico –no de oro-, más golpeado, más devastado, sólo para sentirse mejor, para poder ayudar. La imagine enfermera en alguna ciudad africana, siempre sonriendo para los nativos de allí, ayudando a combatir la malaria, o quizás simplemente dedicándose a construir techos. Convengamos que mi imaginación –y no por retrogrado, quizás por prejuicio- los nativos de África sean reacios a la medicina occidental, cada tribu tiene su chamán, y sólo él los puede curar. Imagino áfrica recibiéndola a Luisa, ella llena de medicina y conocimiento occidental, haciéndole, a pesar de todo, un lugar en sus tribus. Cómo integrándola a esa comunidad, mientras él intentaba de alguna manera desesperada comunicarse con esta asquerosa argentina oscura. Atento siempre a las nuevas, los movimientos que acá se hacían, los caídos, los apresados, los torturados… en fin, recordando a los amigos.
De pronto, los vi ya en Europa, viajando preocupados por los trenes, mirando árboles en los helados paisajes de una Londres que no perdona, la llovizna constante, la temperatura baja. Después me dí cuenta que era más un deseo de verlos así, y que quizás son simples mortales que se juraron amor bajo un árbol de la ciudad, no mucho tiempo atrás, quizás 10 años, en una argentina que intentaba salir de las tinieblas –termino espantoso y bastardeado si que lo hay-, ella viuda, y él enviudado hace ya tiempo atrás. Los imaginé conocerse en un bingo, o en un bar de esos que tienen olor a cien años.
Después me incliné por esta segunda historia, él vestido con un pantalón color manteca, una camisa celeste y un chaleco bordo. La boina muy bien puesta, y los anteojos de marcos oscuros que imitan dos cuadros para los ojos castaños que posee. Tomándola de la mano, y caminando juntos –al igual que yo hace minutos antes- hacia el parque. Ella en su elegancia matutina, con una falda alta, quizás gris a tablas, una modesta blusa blanca, su collar de perlas pequeñas, y un cardigan celeste. Ambos, a paso lento, dirigiéndose al parque, el más ansioso que ella.
Ahora los veo sentados en un banco, bajo un árbol, el ya no podría arrodillarse, quizás por cuestión natural, o quizás por estar aggiornado, pidió su mano frente al Paraná, y perpetuo con mano temblorosa en el tronco del árbol, en el cual se juraron amor, sus iniciales para siempre. Aunque siempre muchas veces puede que no sea mucho tiempo.
Pensándolo así, me empecé a angustiar. Siempre no es mucho tiempo. Decidí olvidar esta historia, prefería pensarlos eternamente así, sin importar el mañana, prefería perpetuarlos en el hoy, en el ahora, en este parque, en estas hojas, junto a este río. Y que mañana llegue cuando tenga que llegar, de todas maneras ellos serán quienes son hoy para siempre, al menos para mi.

martes, 3 de abril de 2012

Capitulo II

La calle y su smog – Gente que baila sola

Cuando salí a la calle el ambiente era denso, me dispuse a caminar hacia abajo, necesitaba ver un poco de pasto y un poco de río. Algo que siempre me encanto de esta ciudad es eso. Sus parques al borde del río. Me sentía raro, no creía que sea posible que él estuviese fragmentándose frente a la misma noticia que hacia una hora yo me había partido en múltiples pedazos. Eso es lo lindo de la vida, el sabernos iguales en distintos momentos, como un lunes puede ser viernes. Y un miércoles puede ser domingo. Deprimentes los miércoles.
Iba por calle Mitre hacia el río, mientra observaba la gente caminar. Un personaje captó mi atención. Venía ella esplendida, escondida tras una cabellera enrulada, con rulos de los pequeños. Con su walkman aferrado a su cintura, un cassette de una banda noventosa –tanto o más que ella- una pollera suelta, y una remera ligera.
Caminaba como despreocupada como si fuese que el sol, pegándole en la cara, la protegía de cualquier peligro que la ciudad misma esconde. Venía bailando, pero de una manera caminante. Despreocupada y tranquila, escondida tras sus rulos y sus gafas, pasó por al lado mío, y sonrió. Reí un rato, mientras volteé mi cabeza para seguirla en sus movimientos, hasta que el impacto con otro cuerpo me devolvió a la rutina aburrida de caminar hacia el río.
Una mujer ejecutiva, rubia y con traje de secretaria, quizás. Miró indignada, sólo atiné a reírme nuevamente mientras me disculpaba. Ella tan seria y apurada como toda mujer posmoderna que ahora tiene que salir a trabajar para mantener una familia, no tuvo la misma condescendencia para conmigo, no rió, no sonrió, ni siquiera lo intento. Sólo miro preocupada por los milisegundos que le hice perder con el impacto. Quizás cuando lea esto, se este riendo. Y recordando que sólo tenía que reír.
Seguí caminando hacia mi destino, un poco preocupado por la cara seria de esta mujer y por ser sólo un estorbo inútil, y no una anécdota chistosa. Como la de la chica con rulos que camibailaba hacía quién sabe que lugar de esta ciudad. Jugué un rato a imaginarme qué escuchaba, atine primeramente a creerla escuchando algún dueto español, de esos que en los 90 estaban muy en boga, después abandoné la idea del dueto. Me incline específicamente, por O Canto da Cidade. Se la notaba con una expresión divertida y despreocupada, veraniega, de costas y sol en la piel. De olor a bronceador y ojotas. Esa era la imagen que daba con su baile. Quizás alguna minina que se habría fugado de su país, hacia el nuestro. Quizás cansada de tanto mar y tanta playa, tanta espera, tantos sueños y rosas tiradas al mar.
Me sentí un poco triste saberla así, cansada de la espera y de las costas. Pero reí porque ahora se la veía feliz bailando en su rutina diaria en esta ciudad. Para cuando me dí cuenta el viento pegaba en mi cara, y la vista no era tan urbana. La naturaleza en bruto, y la brisa que te pega en la cara haciéndote reaccionar, el agua y su ruido. Así me encontraba ya en el Parque España. Me senté a contemplar la vista.
Podría decirse que el smog de la ciudad se había disipado, cuestión utópica porque lo seguía respirando, podía sentirlo ingresar por mis fosas nasales, e ir directo hacia mis pulmones. Decidí que antes que eso, prefería el alquitrán. Así fue como encendí un cigarrillo y me dejé llevar nuevamente por la tranquilidad que el paisaje me brindaba y los gritos que pegaba el agua del río.

viernes, 30 de marzo de 2012

Capítulo I


La necesidad de escribir – El encuentro

Por alguna razón, nos encontramos en aquel bar. Recuerdo que era la tarde de un lunes caluroso, habías salido de tu clase de pintura. Venías un poco desalineado, con un jogging gris, con manchas de pintura, y tu remera blanca una obra de arte posmoderna y abstracta. Podría decirse que Rorschach no tenía nada que envidiarle a tu remera. Recuerdo habernos visto en una de las manchas. Quizás la necesidad de proyectar esta historia.
Yo tomaba mi café habitual, mientras escribía un par de cosas sin sentido en un cuaderno un poco gastado y viejo, de tapa azul con forro de araña. Estaba bloqueado, jugaba con los sobrecitos de azúcar, mientras veía la gente pasar. Intentaba contar una historia, el diario en la mesa cansado de ser leído. No hubo historia que aquella tarde de lunes me atrapara en el diario. Simples robos, en una Argentina que se nos va de las manos, donde todos aquellos que en el bar estaban, antes de que entrases, tenían caras de asombro y horror ante el robo ocurrido a un niño de 6 años en la intersección de la calle Pasco y Bv. Oroño. Cómo si fuese una novedad, habiendo tantos asaltos, de esta Argentina que nos vió nacer en algún año, ya nada nos podría sorprender. Siquiera tuvieron piedad por aquella anciana que, viuda ya, acaba de perder la vida en Zona Norte tras un asalto en el cual los ladrones, no solo se llevaron las cosas de valor material, sino también simbólico, como el anillo con el cual su esposo, fallecido ya, Carmelo le había jurado amor un tarde otoñal en pleno Parque Independencia frente al lago artificial, y a los patos. Para ella habría sido eso lo que la enamoró. La escena que se materializo aquel mayo de 1935.
Los ladrones, después de arrasar con todo, a sangre fría la ataron a la cama, le taparon la cara con un almohadón,  y tras tres tiros huyeron de la escena sin dejar el menor de los rastros. Los vecinos se habrían asombrado por no escuchar nada de lo sucedido en aquella casa habitada por la anciana. Dicen que era la abuela más querida del barrio, la que siempre ayudaba a todos a pesar de su estado de salud. La entrevista al niño de 10 años vecino de Clementina –la acribillada- decía que la iba a extrañar mucho, que ella siempre estaba ahí para él. Las malas lenguas dicen que la situación familiar de Fermín –el niño- no es muy optima, un padre ausente, una madre esquizofrénica y un hermano que de hermano no tiene nada.
El problema se presenta cuando los que conmigo comparten ese bar no muestran signo de alteración alguno ante semejante acto atroz ocurrido en zona norte de esta ciudad. Se preocupan por aquél que ha sido asaltado en calle Pasco y Bv. Oroño por el simple hecho de que nos encontramos a un par de cuadras del lugar donde sucedió el acto.
Para cuando yo absorto por la situación, jugaba con la lapicera como creyendo que de este país no se puede esperar más. Mientras inventaba en mi cabeza situaciones utópicas en países muy alejados de este, entraste al bar con tu presencia bastante desalineada, te acercaste a la barra, pediste al mozo que te atienda  y te sentaste en la mesa 8, a tan sólo una mesa de distancia de la mía. Te sentaste frente a mí, mientras escribía. Recuerdo la sensación de sentirme observado, que al poco tiempo dejó de existir. Sentado ya en tu mesa, con el mozo al lado encargaste una tónica y agarraste el diario. Yo no podía esperar menos, ya te imaginaba deshilachado ante el robo del niño, asombrado por lo cerca que estábamos todos los de bar, del lugar donde el hecho se consumó. Decidí no mirarte más y seguir inventando historias utópicas en mi cuaderno azul.
Escribí una de las historias más patéticas que en mi corta vida había escrito, contaba la historia de una niña de cabellos ondulados y rubios, llamada Ana, que jugaba en una plaza y que conoció el amor de su vida en el tobogán. Tenía tan sólo 7 años y se enamoró de Bautista, un niño de 11 años que jugaba con sus amigos a la escondida. Él correteaba por la plaza buscando el mejor escondite, y decidió subir al tobogán para esconderse cuando de pronto la encontró a ella sentada esperando algo. No sabía muy bien que esperaba la pequeña Ana, pero se miraron y entendieron que ambos debían estar ahí, juntos. Ella ruborizada, y él tan tímido como siempre, compartieron el silencio, que siguió después de la huída despavorida de él tras el grito de ¡Pica Bautista en el tobogán!
Ana sabía que él sería alguien en su vida, al comienzo supo aguantar las ganas de saludarlo. Varios días después la historia se repite pero ya no en el tobogán sino detrás de un árbol en el cual ella estaba sentada comiendo un paquete de Operas. Al encontrarse no supieron más que hacer y rieron, sin siquiera conocerse, ellos se rieron y ahí ella lo entendió todo. Se saludaron, como los chicos se saludan, y Ana tan inquieta como siempre, ya no ruborizada, pregunto que hacía él. Él explico que jugaba a la escondida, y nuevamente, ahora al grito de Ignacio, que lo había descubierto detrás del árbol Bautista se echo a correr dejando a la pequeña Ana en el árbol sola. Tras varios encuentros del mismo tipo, en distintos días, una tarde, ella decidida a saber más sobre el niño, le dio charla mientras él se escondía.
La historia llegó hasta ahí, sé que tiene que tener una tragedia en el medio, Ana que lo ve a Bautista con otra chica, o algo por estilo, años que los separan, una ciudad inmensa que los contiene, y un secundario que los vuelve a unir para soñar un destino juntos lejos del país, quizás Cuba el país playa en el que los puertos lloran.
Una vez decidido a irme de aquél bar que poco inspiraba, a pesar de ser socio vitalicio prácticamente, junte mi pequeño libro lo guarde en mi mochila, llamé al mozo, pedí la cuenta. A su vuelta con boleta en mano, sin querer chocó con la mesa 8 y desbarató a quién se encontraba ahí. Se disculpó y un poco incomodo me alcanzó la cuenta. Pagué 8.50, dejé la propina que siempre le dejaba a Rogelio –el mozo- y me dirigí hacia la puerta. Cuando estaba yéndome miré por última vez como es costumbre, casi obsesiva, el bar y su clientela, y lo vi a él leyendo la noticia de la anciana, destrozado pero inmutable en su asiento de la mesa 8. Él levanto su mirada, me vio ahí observando el paisaje, y yo salí a la calle.