miércoles, 30 de mayo de 2012

Capítulo X


Del ser snob – Recordar todo, menos el nombre

            Juan me contó sobre rutinas de trabajo, problemas en la oficina, vida que se le iba de las manos. Habló sobre complejos, sobre miedos, sobre incertidumbres a futuro. Comentó la historia que había vivido el último fin de semana. Conoció a alguien.
            Todos corren con la suerte de ser seres sociales, de encuentros y nuevos vínculos. Yo sólo tengo esto, mis manos y la lapicera con la que te escribo. La secuencia de letras que intentan decirte algo que aún no pueden alcanzar. Sólo tengo esto, y espero que con esto alcance.
            Resultó ser que Juan conoció a Cata, una estudiante de bellas artes, demasiado flaca, demasiado adicta al tabaco. De cabello hasta los hombros, enrulados, castaño claro. Rasgos afilados, de poco pecho –cosa que acordamos innecesaria a esta altura de nuestra vida-. Un poco “snob” según sus palabras. Esto nos llevó prácticamente una hora de definiciones sin sentidos sobre dicho término. Acordamos que dice “snob” sólo en alusión a que era lectora ávida de Rayuela. Era una Maga posmoderna, no compartí la conceptualización, pero la acepté, la comprendí.
            Me comentó sobre la belleza de Cata, cosa que pocas veces puedo comprender. Hablo de su cuerpo y de sus atributos, de sus besos y de la manera en la que baila. Hay cosas en las que no tengo idea, el baile es una de ella, así que simplemente fui oyente de la historia que me contaba, sin omitir ningún tipo de palabra. Juan por su lado llevaba puesta una remera que le había regalado. Una de esas cosas que hago en mis tardes de ocio, pintada a mano temblorosa –la mía que es más rígida para escribir-. Eso me llevó a recordar aquella tarde de llanto frente a un libro prestado, del cual lo único que recuerdo es lo destrozado que me había dejado. Traté por un tiempo recordar el por qué de mi emoción. Recordaba algunos pasajes, algunas imágenes. Recordaba que era un historia de amor con demasiados desencuentros. Recordaba el papel en el que estaba escrito, y la tipografía que había utilizado. Recuerdo alguno de los dibujos que tenía. Pero no lograba alcanzar el título de la novela. Llegaban a mi mente una no tan extensa lista de libros, entre ellos “Mientras Inglaterra duerme”, pero estaba seguro que ninguno de los de esas listas era el correcto. Ahogado en pensamiento, y cansado de esfuerzo mental mis ojos se posaron en una de las paredes, mientras por mis oídos seguía llegando el sonido de aquellas cuerdas.

lunes, 21 de mayo de 2012

Capitulo IX


Juan está bien, yo estoy mal – Ayuda que nunca va a llegar.

Salí a la calle, pensé dos segundos en cosas sin importancias. Nunca entendí muy bien la calle, digamos que si bien no me crié en una burbuja de cristal, la noche fresca y la vereda tiene ese misterio que uno no sabe cómo resolver. Aunque te hayas criado en la calle, a mi que no me vengan a mentir, aunque convengamos que tampoco pienso ponerme en contra de cosas que desconozco. Volviendo, ese misterio que me atrapó unas cuadras camino al bar. Quizás el lugar poco importa, pero era lindo. Tenía un aire de primer mundo suburbano –aunque la metáfora suene muy paradójica-, pedí una cerveza y esperé. Un chico rasgaba su guitarra, y cantaba con voz desahuciada, melodramática. Temí por su salud y la mía, comprendí después que quizás es sólo una performance. Era el dolor expresado de la guitarra que hablaba, y no la de la voz. Lo imagine, como siempre tiendo a hacer con las cosas que me llaman la atención, feliz en una casa en el conurbano de la ciudad, feliz con patio y un perro. Me contenté por unos instantes.
Juan había llegado al bar, y me miraba atónito a la distancia. Quizás mi rostro dibujaba la bella historia del ser-guitarra que esa noche musicalizaba el encuentro. Cuando volví a la realidad, mera impureza despiadada que se torna conflictiva, Juan me sonrió y se fue acercando. Nos saludamos, y no dudo –ni dos segundos- en decirme.
-Dejá de soñar de una vez, en qué mundo estás ahora?- En un tono irónico e inquisidor.
Me sonreí con la mirada ida, fijada en las cuerdas de la guitarra que temblaban.-No pensaba en nada, como siempre- O como nunca me dije para mis adentros. Rió con cara de complicidad hacia un ser no existente. Dejé pasar ese hecho, siempre discutimos por lo mismo, con quién creas comicidad si no hay nadie alrededor.

martes, 15 de mayo de 2012

Capitulo VIII


Anotarlo todo – Nunca olvidar

Jueves 23 de Julio.
Temperatura: 4º.
Sensación Térmica: 0º.
Humedad 82%.
Quizás sea el marrón de los árboles deshojados, la blancura de la nieve, o el frío en los huesos, los que me hacen pensarme hoy más que nunca solo. Ser sólo después de todo no tiene nada malo, viviré libre, viajaré cuando quiera, conoceré lugares distintos, podría incluso vivir en distintas ciudades. Construir historias, conocer personajes, para después perderme. Para que cuando llegué mi muerte, todos aquellos que me conocieron, estén juntos contando anécdotas sobre mi persona. Para que entre lágrima y llanto, se encuentren distintas culturas, unidas todas frente a mi ataúd.
Hace varios días que estoy encerrado en mi habitación, mañana parto hacia Madrid. Argentina ya me cansó, esto del asado, de la política, de la cultura, del tango. Me tiene harto. Me marcho para olvidar, olvidar todo aquello que alguna vez viví. Me marcho para contar después historias del otro lado del mundo. Me marcho para conocer, para crecer, para perdurar en la memoria de alguien como anecdótico personaje desconocido.
Me marcho porque los bares ya no son divertidos, porque no quiero morirme sin conocer distintos lugares. Me marcho porque quiero marcharme, porque no tengo nada que perder, y porque tampoco tengo razones para quedarme. Por eso me marcho. Es julio, hace frío, no sirvo para los climas de este tipo de estación. No sirvo siendo solo. El frío me deprime estando sólo. Son largos los inviernos que pase en soledad, uno más dudo poder soportar. Por eso marcho.
Buenos Aires no tiene nada de atractivo, la 9 de julio tan amplia me deprime, tan atestada de autos, de metales, la estructura más fálica del planeta. La muerte misma, y la falta que me persiguen hasta en el espejo empañado del baño de esta habitación de cuarta.
Quizás para cuando me vaya, ya no habrá nada que contar. Sólo ausencia que nunca será sentida como tal. Sólo desvanecimiento de la figura corporal. Sólo pensamiento que flotando en el aire, que acurrucado detrás de un oído sonará como vivo eco. Eco del amor que las palomas, acurrucadas en los árboles de los bosques de Palermo, se brindan.
Y yo en mi eterna soledad parto. Parto para encontrarme con nuevas calles, nuevas voces, nuevas historias y nuevas personas. No sé por qué me marcho ya, pero se que tengo pasaje en mano.

Eso fue lo que alcancé a leer aquella noche. Con el cuaderno en el pecho, caí en un profundo sueño. Recuerdo haber llorado mientras leía, o quizás sólo sucedió en el sueño. Las bocinas me levantaron a las 9 de la mañana, por las rendijas de la persiana el sol se hacia presente. Los ojos con lagañas, el pelo alborotado, la taza de té en el piso al lado del sillón. Todo había sido lo suficientemente confuso, como para entender algo de aquél sueño. Dije que lo anotaría, pero como siempre, llegué al baño, me cepillé los dientes. Y mientras mentalmente trataba de armar la narración onírica, el teléfono sonó. Era Juan, que quería preguntarme si quería ir a desayunar. Contesté que no. Me dijo que tenía que actualizarme sobre un par de acontecimientos, mentí, como siempre para no salir de casa. Le dije que después hablábamos. Y cuando regresé para tomar mi cuaderno azul-violáceo ya no recordaba ni qué tenía que hacer.
Cuando anude el recuerdo de la acción por hacer. Ya no sabía que escribir, todo era tan hermosamente confuso, que sólo me conforme con mirar por la ventana, sentado ya en mi cama. La ciudad empezaba a ponerse ruidosa, y yo que la contemplaba como enajenado.
Jugué todo el día a probarme ropa, a dibujar un par de cosas sin sentidos. Y a pensar en el pobre de Juan que me había dicho que quería hablar. Tomé el teléfono, marqué su número, y lo cité en un bar a las 21hs. Me dedique la tarde entera a juguetear con la ropa.

martes, 8 de mayo de 2012

Capitulo VII


¿Tendrá algo que esconder? – El mundo de las medias naranjas

 A esta altura, ya estaba en casa, en el sillón de cuero marrón, con capitones, un poco resbaladizo, con una manta tejida, que tiene mil historias por contar. Esos recuerdos, esos objetos, que uno arrastra hasta quién sabe que tiempos. Como los cuadernos que en la estantería del living se encuentran juntando polvo, con historias viejas, aún más viejas que ésta.
Virutas de vapor despedía mi taza de té, mi corazón paralizado, sin poder parpadear, sólo el tic-tac del reloj. En la mesa, un cuaderno que reposa tranquilo. Pienso que momentos así, sólo se viven en las primeras citas. Esa torpeza tan actualizada, tan tosca de los primeros encuentros. Ese nerviosismo, el patetismo de las primeras impresiones, que pronto se verá envuelto de risas como un recuerdo. La torpeza de comer una empanada con tenedor y cuchillo, son esos momentos los que nunca se olvidan, los nervios y el stress de la situación te llevan a hacer cosas nuevas, que jamás se te hubiesen ocurrido. Tales como la anteriormente nombrada, hay miles de ejemplos más. Comer un bocado de lo que fuese, y limpiarse sintomática, obsesiva y compulsivamente. Qué bellos recuerdos esos de las primeras citas. Uno tan sublimadamente correcto,  no sea cosa de que la media naranja que esta sentada del otro lado de la mesa, no quiero unirse a vos, porque comes la empanada con cubiertos. Suena tan paradójico, que empiezo a reír sentado en el sillón capitonado de cuero marrón. Río tanto que olvido que es de noche, que los vecinos son molestos, y que los techos son altos. Tan altos, que horas después se siguen escuchando los ecos de la risa. Es un lindo ejercicio antes de dormir. Recordar algo lindo, algo humorístico, o cómico, reír y después dormir, para levantarse con risas aladas que cuelgan de los techos.
De repente, silencio abrumador, mirada fija en el objetivo. Mi cerebro mandaba impulsos nerviosos a mis músculos, y mi mente decía “No, no corresponde, no es tuyo, no sirve, no es así, eso es personal. Pensalo de manera opuesta. No querrías que alguien lea tus cuadernos si los encontrase en la calle. No.”
Pero ya era tarde, cuaderno en mano, Rivadavia. Hoja de presentación. Anónimo. Nada, vacío, blanco. El anonimato siempre es bueno, recordé, en un intento de arrepentirme por haber nombrado cada cuaderno mío. Bueno, es hora de leerlo, ya lo abriste, no tiene dueño, quizás nunca haya reclamo.
Ahora que lo veo en retrospectiva, quizás nunca debí leerlo. Pero eso era arrepentirse, era tiempo pasado, era causa y tuvo sus consecuencias. El tiempo siempre será tic-tac y nunca tac-tic. Es tiempo de seguir. Aunque lo vuelva admitir, leerlo implicaría, y pondría en juego aún más de aquello que estaba dispuesto a encontrar en aquellas páginas de aquél cuaderno encontrado por calle Rioja.