sábado, 4 de mayo de 2013

Capítulo XVII


El arte en Paris – Eliseo

Había comenzado a leer, pero pocas cosas me llamaron la atención de aquél cuaderno ese día, hablaba de muchas cosas, en algunas hojas había sólo garabatos, o pequeñas frases. Una en particular me llamó la atención, tenía pegado un ticket, 1 café, 1 té y tostadas con su correspondiente precio. A la izquierda, en el resto de la hoja, había un garabato sobre la torre Eiffel, pobremente dibujado, y una luna llena en el imaginario cielo de papel. Por debajo, lo siguiente.

…Comprendo muchas cosas, a veces, uno sólo tiene que querer poder. No siempre alcanza, en verdad nunca alcanza, pero uno tiene que querer poder. Quizás en algún momento las cosas toman su curso, y te encontrás sentado en el banco de una plaza, sosteniendo una mano, y llorando de la emoción. Llorando desde el estómago, con risas y espasmos ahogados. Llorando sin más, sin tapujos y con gozo.
Las cosas no siempre van a salir de esa manera, pero uno tiene que querer poder; después de todo, todo siempre se termina perdiendo.  -Yo te quiero. -¿Qué hacemos con esto? -Quiero verte llorar de felicidad, y de angustia también.
Llorando se vacía el alma, mientras que a la vez se llena de vida. Que la remera se moje, que los mocos patinen. Que te avergüence llorar, y llorar igual. Así. Así es lindo llorar.
Hay que ponerse en absurdo, dejar la cordura, y llorar lo que haya que llorar. Reír. Y sentir ese vértigo, ese agujero, esa falta que te hace feliz aunque la mayor parte del tiempo te angustie. Después de todo, nunca dejaste de vivir desde ahí y por ahí, desde eso que te impulsa para todos lados. Lágrimas y risas a borbotón.
- Yo también te quiero.
Lo conocí hace tiempo atrás a Eliseo. Venía cruzando el puente Nouf, en dirección hacia mí. En verdad, iba en dirección al Louvre, de dónde yo salía. Me preguntó si sabía hacía que lado tenía que doblar, si pasando el puente hacia la izquierda o la derecha, no comprendo de dónde provenía, pero él se apareció ahí. El idioma era familiar, era argentino también. Sentí una especie de incomodidad inconmensurable. Había escapado de allá, para poder contar historias de acá, pero ahí estaba el pasado, las raíces golpeándome una vez más, despertándome de una especie de ensueño y olvido. Él no comprendió mucho en qué estaba yo pensando. Evidentemente, tardé en responder, cosa que después culpé al Siena por semejante silencio. Le dije que debería ir hacia la izquierda, pasar los bouquinistes –una especie de puestos de libros, revistas y postales bastantes pintorescos- y que él cuando llegase al próximo puente se iba a dar cuenta que estaba ya en el Louvre. Sólo sonrió. Parecía no querer irse.
Quedó, de repente como extasiado por mi presencia, o por mi voz. Aún no lo sé, aparentemente también fue el Siena el culpable. Reímos ante ese justificativo. Me estaba yendo cuando me preguntó, qué sentía yo. Al comienzo no comprendí la pregunta, así que giré sobre mi eje para mirarlo. Pregunté a qué se refería, qué sentía de qué. En una especie de torpeza, bastante bella, se aclaró la voz.
– Claro, ¿qué sentís de estar acá? Digo, estamos parados sobre el Siena, en la mismísima ciudad de Paris… Yo siento que se respira el arte, a pesar de que esté contaminado de gente y que en verdad no tenga un olor particular. Pienso en todas las personas que pasaron por acá, que se besaron una siesta de otoño, que se tomaron fotos una noche de Marzo. Pienso que el hecho de que estemos hablando acá, los dos, es sólo una especie de repetición, de una historia ya vivida por otros, sólo que no logramos ver el sentido, hacia dónde se dirige esta trama.
Quedé en un estado bastante particular. Realmente esto estaba pasando me pregunté para mis adentros. Me acerqué a él, que en verdad fue sólo dar un paso, porque mientras hablaba, él ya se había acercado. Lo miré y le respondí que quizás tenía razón. Aunque yo sentía una especie de vértigo en el pecho por estar en Paris, era la cuna de grandes pensadores, o el exilio de grandes escritores. Era todo completamente perfecto, aceptaba su manera de decir respecto a que se respiraba arte, pero que lo de la historia no estaba muy de acuerdo. Me negaba a creer que era parte de algo que ya había sucedido, prefería creer que el encuentro era único, y que no necesariamente era una historia leída como un eco que se repetía en el aire bajo el cielo parisino.
-Querrías acompañarme.- me preguntó. Y acepté la invitación. Pasamos la tarde caminando a orillas del Siena, pasamos por el Louvre, pero él no entró y yo ya lo había hecho. Nos sentamos en un café, yo pedí té y tostadas para merendar. Él se pidió un café bien negro. Su francés era mucho más pulido que el mío, lo cual me genero cierta vergüenza.
Pasamos la tarde entera, hasta que entró la noche, discutiendo sobre esa concepción de arte que tenía él. Él comprendía el arte por fuera de lo que en sí podría considerarse arte, es decir, creía que el arte no era el de los prestigiosos, y que en Paris no se respira arte por el hecho de los “grandiosos” que vivieron allí, sino que la gente misma hacía que en Paris todo parezca arte. La manera de pararse, el vestir de las personas, las luces por la noche, las charlas y los cafés. Eso era un arte para él, un arte que estaba condenado a permutarse y repetirse hasta el hartazgo, con pequeñas modificaciones.
Por un momento logré entender lo que me dijo, pero seguía aferrado a que Paris es Paris por aquellos “grandiosos” que lo habitaron. Se río de mi manera acartonada de ser, y por extraño que me resulta, y hasta casi ofensivo, no me molestó. No me molestó porque lograba entenderlo.
Nos salteamos la cena, y seguimos recorriendo la ciudad. Las secuencias vividas eran estupendas. Un momento hablábamos de Dali, al siguiente señalaba a alguien que podría ser el nuevo Dali. Un simple transeúnte que caminaba por al lado nuestro. Hablamos de Frida, de Gala, de Coco, de la moda. Hablamos de la torre Eiffel, el fetiche de la humanidad, la expresión del romanticismo. Hablamos de los campos y de las flores. Hablamos –para disgusto de ambos- de Argentina. Hablamos de los viajes y de la vida. Ahí estaba, la torre frente a nosotros.
No había nadie más, aunque en verdad el lugar no estaba desolado. Parejas que pasaban, amigos que se sacaban fotos. Y nosotros, solos.
–Cómo será que sigue nuestra historia.- se preguntó en voz alta. No supe responder, sólo me dediqué a contemplarnos. A los pocos minutos lo besé y con eso me bastó. Yo lo quise en ese instante y para siempre, permutado a través del tiempo.

Capítulo XVI


Los rituales – La no salida

Cómo era mi costumbre, salí esa misma siesta a caminar –en verdad- sin ningún rumbo en particular. El salir me despeja, no en sí por lo que pueda llegar a ver, sino más bien por toda la preparación previa a salir. Desde el almuerzo, el vértigo que no me deja comer mucho –aunque tenga la tendencia a hacerlo-, la mesa puesta para mi. El ceremonial de la cocina culinaria para darme el gusto, aunque de culinario no tiene absolutamente nada, un poco de pan, un pedazo de carne al horno, una copa de algún líquido (en el mejor de lo casos, y cuando fui precavido, vino tinto), si recordé el día anterior pasar por alguna verdulería, alguna verdura me acompañaría en el banquete, algo que rara vez se sucede. La compulsión de pasado tres minutos exactos de reloj levantar la mesa, lavar el plato, la copa, y lo que sea que haya sido utilizado para cocinar. De ahí, trasladarme al living, tirarme en el sillón y mirar el techo mientras se siente la digestión.
Después de un tiempo, no muy prolongado, prender un cigarrillo, imaginar figuras en las aristas que el humo del mismo va formando. Una ojeada rápida al reloj y darme cuenta del paso del tiempo. De allí al baño. El sistemático ceremonial de desvestirse frente al espejo, mirarse el lunar del pecho, como expresión narcisista del ombligo (ambos extremadamente bellos).  Abrir la ducha, y esperar, esperar el vapor. Una vez que el espejo empieza a empañarse, es momento de ingresar.
Si se te cae el jabón, girarlo seis veces entre las manos bajo el chorro de agua que la ducha cede. Dos veces lavarse la cabeza con shampoo, para luego aplicar el acondicionador. Se permiten cantos, por lo general se generan cantos.
Terminar la higiene y esperar dos minutos detrás de la cortina de la bañera con la ducha apagada, considero que es la mejor manera para escurrirse –por el mismo sentido gravitacional- del excedente. Envolverse en el toallón, y con la toalla más pequeña crear un turbante para la cabeza. Ahora sí. Estás listo para salir de la bañera.
Pararse frente al espejo, y frotar tres veces en forma circular para generar claridad, aunque aún se siga viendo nuboso. Sonreír exageradamente, para mirar la dentadura, cepillarse los dientes, pasar hilo dental, y enjuague bucal para terminar.
Al abrir la puerta del baño te das cuenta. El frío de afuera, que en este caso sigue siendo un afuera de adentro. El otoño tiene eso. Reís por lo bajo, y a la cuenta de seis salís en puntitas de pies hasta la habitación. Tendido ya en la cama miro un rato el techo. Probablemente las ganas de salir ya se me fueron, pero esta vez es distinto. Me decido a salir igual. Me visto, me calzo, y me perfumo. Me quedo leyendo el cuaderno.