lunes, 30 de abril de 2012

Capitulo VI


Cambia, todo cambia – Hojas que vienen y van

Entre tanta rutina, entre tanta muerte y tanta lágrima. Ya llegará aquél día en que te encuentre por primera vez. Te conozca, y sepa eternamente que seré tuyo para siempre. Aunque quizás esta vez, la eternidad duré más que un instante.
Caminaba, sólo para recordarme que no estoy solo. Que somos solos en un mundo de muchos. Que las caras largas, y que las faldas cortas, son una moda y nada más. Que los maletines están llenos de papeles y vacíos de sueños. Atascados en las manos de extraños que se dirigen de acá para allá, sin sentido, sólo acto reflejo, eterno y sintomático. Y en mi mano este cuaderno que de a poco se tiñe de un azul violáceo, de manchas en los márgenes, de bordes de tapas doblados, de sueños e historias materializadas sin sentido.
Me detuve tan sólo un instante. Respiré el aire de la ciudad, respiré como quién da su última bocanada antes de partir. Respiré para darme cuenta que estaba vivo, y que había pasado por alto un acto distinto del rutinario. Pasó un maletín aferrado a la mano de un extraño, y tosió en la vorágine del tumulto, tosió lo suficientemente fuerte como para despertarme de la rutina, como para traerme a la vida, para volver a respirar. Dejó caer al suelo de calle Rioja –y a esta altura la altura deja de tener relevancia- una especie de cuaderno. Era rojo, forrado con papel araña, las puntas de las tapas dobladas en sus vértices. Lo tomé con mis manos y miré a mi alrededor, nunca en la vida me sentí tan dueño de un tesoro tan magnífico, miré para encontrar el dueño, el dueño de aquello que parecía ser, un cuaderno, igual al mío, pero en otro color, con los mismos vicios, y las puntas dobladas. No había nadie en la calle. Todos se habían ido como las hojas en otoño.
Ante el estupor de semejante tesoro encontrado por calle Rioja, caminé con este nuevo tesoro por encima del mío. A la vista de todos, para que si mi alma gemela lo viese, se acercara a reclamarlo. Esperaba el encuentro, te esperaba más que nunca, y más que a nadie. Te esperaba mientras caminaba, casi como un acto reflejo. Caminaba esperándote, esperando que me alcances. Pero eso nunca sucedió y llegué a mi departamento. Ingresé con el tesoro en las manos.
Tiré las llaves al centro de mesa, estilo cuenco de vitrofusión. Me preparé un té, prendí el velador del living. Dejé el cuaderno por un instante sobre la mesa, mientras volvía mi mirada cada dos por tres, para asegurarme que esta vez no se iría a ningún lado. Me desvestí, me puse ropa suelta, me dejé las medias, busqué mi té y me tiré en el sillón con una pregunta me llevaría un par de horas responderla.

lunes, 23 de abril de 2012

Capitulo V


Todos nos queremos enamorar – Soy tan tuyo como de nadie

Quizás hubiese esperado a “Quien fuera que seas”. Hubiese esperado pero no pude esperar. Porque esperar implica seguir en la misma posición de poco sujeto, exactamente igual que ahora. De pronto morir no se vuelve tan temeroso, reflexionando te das cuenta que morir no es más que una acción pasada, porque vivo no estás. Estás esperando encontrar el sentido de algo que no tenes, esperando encontrar el sentido de la vida, frente a un río, bajo un árbol, solo. Esperas encontrar “Cada una de tus cosas”, que ya no existen, porque tu ser está perdido.
Y lloras, por llorar, porque hasta eso se volvió un acto reflejo, de muerte. Una rutina. Lo lloras todo, frente al río, te unís, te camuflas. Te empequeñeces frente a la inmensidad del cielo, y al costado del río. Las personas se detienen, la conciencia se queda muda, y sólo lloras. Pequeños espasmos de vida, vida que no tenes se vuelve a ir. Y las lágrimas se tiran por el tobogán de tus mejillas. Se pierden en la caída libre desde tu rostro hasta el verde. El verde del pasto que en verano se vuelve amarillo, el pasto que alberga debajo de si a las hormigas, y las hormigas que juntas viven. Y vos, que no sos hormiga, lloras solo frente al río.
Creerías que la vida no puede ser tan trágica, hasta que al día siguiente te encontras haciendo lo mismo. Hubiese preferido quedarme al lado de aquél que una vez me juro que la eternidad es corta, pero el preferir no era más que un deseo. Un deseo no compartido, un deseo que se compartió, que recibió invitación al té de las 6 del amor, pero que estando allí se le denegó el té, se le negó lo social y se le quito la tarjeta de invitación. Y quedaste sentado afuera, en la vereda, en el cordón de la calle, mirando hacia atrás mientras otros disfrutan del té. Tan suyo como de nadie, nunca fui. Porque nunca fui más mío que esa tarde. Mío como ausencia, como falta, como muerte misma.

domingo, 15 de abril de 2012

Capitulo IV

Qué poco rato dura la eternidad – Para siempre era mucho pedir

Me dispuse a escuchar música, la idea de que nada es para siempre, me perseguía, mientras yo me aferraba convencido a que ellos, que se juraron amor en este parque, vivirían para siempre. A veces me suceden estas cosas, aferrarme a ideas que yo mismo a veces ni las creo, pero que me obligo a creerlas, para no entregarme a esta nueva era de las relaciones efímeras. Para no perder lo poco que de mi conozco, lo poco de sujeto que me queda. Entonces trato de agarrarme, con alfileres de gancho –como solía hacer mi abuela con algunas prendas- a ideas y pensamientos que, a pesar de saberlos refutables, prefiero creerlos como verdaderos y universales, cómo en las épocas anteriores a las mías, donde las bandas cantaban sobre amores en tabernas londinenses, sobre submarinos de colores, sobre enviar cartas de amor.
Creía que lo efímero a veces se volvía un concepto perro, de esos que se te pegan a los brazos, como tatuaje, como clavel del aire, que infesta al pobre árbol. Pensaba en eso, mientras escuchaba canciones, pensaba y escuchaba. El oído esconde un secreto que nadie más oyó, la madrugada aquella, la brisa de verano, el borde del río, la misma escena que vivo ahora, pero más de un año atrás. Un año. -¡Qué poco rato dura la eternidad!- me decía mientras peinaba mi cabello. Reía al compás del agua paranaense, y mientras me peinaba a su “piacere” escribía con su lengua esa frase. Juramos, conjugamos verbos en primera persona del plural, planeamos viajes, dibujamos paisajes. Todo en vano, estar siempre así era demasiado pedir.
“Te miro y pienso, te miro y me digo: “quien quiera que seas, ¿de dónde has salido?”. Lo quiero todo, y tengo muy claro que no, te voy a entender, más que en parte. Me importa mucho más verte vibrar, así, que descifrarte. Te veo y quiero, que tu me veas, quien quiera que seas, quien quiera que seas. Tan poco tuyo que ahora soy yo y nunca fui tan de nadie...” Estoy tarareando mentalmente esta canción, y recordaba, como epifánico flashback, una frase al pie de algún texto, que ya ni recuerdo el autor. “Estar enamorados para siempre… pero “para siempre” era mucho pedir.” Como sacado de alguna agenda, de algún año. Aquellos años en los que me dedicaba a escribir en agendas, en vez de cuadernos, donde no me sentaba en cafés, ni miraba la gente pasar, años en los que tu encuentro era algo imposible de concretar.

lunes, 9 de abril de 2012

Capítulo III

Dos en uno – Clorofila testigo de un amor

Entre griterío acuático, y humo de alquitrán, los vi a ellos. La edad ahora es poco relevante, pero podría decirse que ellos vieron pasar un par de bandas que me hubiesen gustado conocer, en su momento de mayor auge –aunque sabemos muy bien que algunas de esas mismas bandas se perpetuaron en el tiempo-. También vivieron, admitiría a decir juntos, una época en la cual Argentina, no era un lugar seguro donde vivir, quizás la necesidad de la misma republica que quería ser primer mundista. Entre persecuciones y torturas, una época oscura. Volviendo mis ojos y mis pensamientos hacia ellos, los vi caminando de la mano por los senderos –urbanos- del parque. Me pareció que merecían ser nombrados, y que seguramente era una historia más para contar.
Trate de imaginármelos apretados de pasión cuando jóvenes, aunque la idea me parecía lo suficientemente inaceptable, me dí cuenta que lo utópico para el imaginario social, tiende a ser lo que más me gusta. Así, los pensé escondidos, luchando por ideales, exiliados quizás por un tiempo, perdidos entre sus pasiones políticas y carnales. Los imagine siempre juntos, siempre uno al lado del otro, argumentándose los “por qué” de las cosas. Quizás hasta un tanto filosóficos. Los veo ahora discutiendo sobre mejor país de escape. Uruguay parecía seguro para él, ella prefería irse más lejos, algo que no le recuerde el suelo argentino por un rato, querría quizás ver un paisaje más grotesco, menos rico –no de oro-, más golpeado, más devastado, sólo para sentirse mejor, para poder ayudar. La imagine enfermera en alguna ciudad africana, siempre sonriendo para los nativos de allí, ayudando a combatir la malaria, o quizás simplemente dedicándose a construir techos. Convengamos que mi imaginación –y no por retrogrado, quizás por prejuicio- los nativos de África sean reacios a la medicina occidental, cada tribu tiene su chamán, y sólo él los puede curar. Imagino áfrica recibiéndola a Luisa, ella llena de medicina y conocimiento occidental, haciéndole, a pesar de todo, un lugar en sus tribus. Cómo integrándola a esa comunidad, mientras él intentaba de alguna manera desesperada comunicarse con esta asquerosa argentina oscura. Atento siempre a las nuevas, los movimientos que acá se hacían, los caídos, los apresados, los torturados… en fin, recordando a los amigos.
De pronto, los vi ya en Europa, viajando preocupados por los trenes, mirando árboles en los helados paisajes de una Londres que no perdona, la llovizna constante, la temperatura baja. Después me dí cuenta que era más un deseo de verlos así, y que quizás son simples mortales que se juraron amor bajo un árbol de la ciudad, no mucho tiempo atrás, quizás 10 años, en una argentina que intentaba salir de las tinieblas –termino espantoso y bastardeado si que lo hay-, ella viuda, y él enviudado hace ya tiempo atrás. Los imaginé conocerse en un bingo, o en un bar de esos que tienen olor a cien años.
Después me incliné por esta segunda historia, él vestido con un pantalón color manteca, una camisa celeste y un chaleco bordo. La boina muy bien puesta, y los anteojos de marcos oscuros que imitan dos cuadros para los ojos castaños que posee. Tomándola de la mano, y caminando juntos –al igual que yo hace minutos antes- hacia el parque. Ella en su elegancia matutina, con una falda alta, quizás gris a tablas, una modesta blusa blanca, su collar de perlas pequeñas, y un cardigan celeste. Ambos, a paso lento, dirigiéndose al parque, el más ansioso que ella.
Ahora los veo sentados en un banco, bajo un árbol, el ya no podría arrodillarse, quizás por cuestión natural, o quizás por estar aggiornado, pidió su mano frente al Paraná, y perpetuo con mano temblorosa en el tronco del árbol, en el cual se juraron amor, sus iniciales para siempre. Aunque siempre muchas veces puede que no sea mucho tiempo.
Pensándolo así, me empecé a angustiar. Siempre no es mucho tiempo. Decidí olvidar esta historia, prefería pensarlos eternamente así, sin importar el mañana, prefería perpetuarlos en el hoy, en el ahora, en este parque, en estas hojas, junto a este río. Y que mañana llegue cuando tenga que llegar, de todas maneras ellos serán quienes son hoy para siempre, al menos para mi.

martes, 3 de abril de 2012

Capitulo II

La calle y su smog – Gente que baila sola

Cuando salí a la calle el ambiente era denso, me dispuse a caminar hacia abajo, necesitaba ver un poco de pasto y un poco de río. Algo que siempre me encanto de esta ciudad es eso. Sus parques al borde del río. Me sentía raro, no creía que sea posible que él estuviese fragmentándose frente a la misma noticia que hacia una hora yo me había partido en múltiples pedazos. Eso es lo lindo de la vida, el sabernos iguales en distintos momentos, como un lunes puede ser viernes. Y un miércoles puede ser domingo. Deprimentes los miércoles.
Iba por calle Mitre hacia el río, mientra observaba la gente caminar. Un personaje captó mi atención. Venía ella esplendida, escondida tras una cabellera enrulada, con rulos de los pequeños. Con su walkman aferrado a su cintura, un cassette de una banda noventosa –tanto o más que ella- una pollera suelta, y una remera ligera.
Caminaba como despreocupada como si fuese que el sol, pegándole en la cara, la protegía de cualquier peligro que la ciudad misma esconde. Venía bailando, pero de una manera caminante. Despreocupada y tranquila, escondida tras sus rulos y sus gafas, pasó por al lado mío, y sonrió. Reí un rato, mientras volteé mi cabeza para seguirla en sus movimientos, hasta que el impacto con otro cuerpo me devolvió a la rutina aburrida de caminar hacia el río.
Una mujer ejecutiva, rubia y con traje de secretaria, quizás. Miró indignada, sólo atiné a reírme nuevamente mientras me disculpaba. Ella tan seria y apurada como toda mujer posmoderna que ahora tiene que salir a trabajar para mantener una familia, no tuvo la misma condescendencia para conmigo, no rió, no sonrió, ni siquiera lo intento. Sólo miro preocupada por los milisegundos que le hice perder con el impacto. Quizás cuando lea esto, se este riendo. Y recordando que sólo tenía que reír.
Seguí caminando hacia mi destino, un poco preocupado por la cara seria de esta mujer y por ser sólo un estorbo inútil, y no una anécdota chistosa. Como la de la chica con rulos que camibailaba hacía quién sabe que lugar de esta ciudad. Jugué un rato a imaginarme qué escuchaba, atine primeramente a creerla escuchando algún dueto español, de esos que en los 90 estaban muy en boga, después abandoné la idea del dueto. Me incline específicamente, por O Canto da Cidade. Se la notaba con una expresión divertida y despreocupada, veraniega, de costas y sol en la piel. De olor a bronceador y ojotas. Esa era la imagen que daba con su baile. Quizás alguna minina que se habría fugado de su país, hacia el nuestro. Quizás cansada de tanto mar y tanta playa, tanta espera, tantos sueños y rosas tiradas al mar.
Me sentí un poco triste saberla así, cansada de la espera y de las costas. Pero reí porque ahora se la veía feliz bailando en su rutina diaria en esta ciudad. Para cuando me dí cuenta el viento pegaba en mi cara, y la vista no era tan urbana. La naturaleza en bruto, y la brisa que te pega en la cara haciéndote reaccionar, el agua y su ruido. Así me encontraba ya en el Parque España. Me senté a contemplar la vista.
Podría decirse que el smog de la ciudad se había disipado, cuestión utópica porque lo seguía respirando, podía sentirlo ingresar por mis fosas nasales, e ir directo hacia mis pulmones. Decidí que antes que eso, prefería el alquitrán. Así fue como encendí un cigarrillo y me dejé llevar nuevamente por la tranquilidad que el paisaje me brindaba y los gritos que pegaba el agua del río.