martes, 18 de diciembre de 2012

Capítulo XV


Qué tendrá esa mañana – Cuaderno papel araña

La mañana que siguió a aquella noche de revelaciones me encontró dormido. De repente estaba junto a un lago, en el medio del mismo flotaba contorsionada una figura que a la lejanía no se dejaba notar con nitidez. Comprendí por un instante que quizás no era importante. Busqué en el bolsillo de mi saco los anteojos, encontré un papel que decía “Te esperaré”. Levante la mirada, la figura seguía sin distinguirse, miré a mi alrededor. Estaba solo, no había nadie. Me dispuse a caminar.
Caminé por un largo rato, el paisaje tampoco se notaba muy nítido. La niebla seguía siendo un elemento que no me dejaba ver. A lo lejos una figura humana se acercaba. Empecé a tener palpitaciones. Era alta, de un semblante muy particular. Llevaba saco, pantalones oscuros, diría grises, y zapatos negros. En su muñeca un reloj con maya de metal dorada. Estaba peinado, y creía haber distinguido un perfume particularmente conocido. Empecé a caminar más lento, la figura cada vez se hacía más grande, los detalles en este punto se hicieron cada vez más significantes. Era una cara conocida, poseía unas cejas muy particulares, unos labios delgados y la nariz relativamente afilada. El cinto era oscuro, casi tan negro como los zapatos, creo que era calado, aunque aún no estaba muy seguro. Comencé a sentirme un poco incomodo, mientras las palpitaciones seguían aumentando, el clima era nebuloso y frío, las manos me sudaban, los vellos de la nuca comenzaban a erizarse, una corriente fría rodaba de mi la parte superior de mi columna hacia la mitad de mi espalda. El aire por momentos me faltaba. Los ruidos de sus zapatos se sentían cada vez más cerca, y yo que trataba de esquivar la mirada. Cuando atino a cruzarme ví sus ojos. Una brisa me sacudió el cabello cuando terminó de pasarme, iba apurado, atónito comencé a descender mi ritmo, hice tres pasos y me anclé.
En ese momento trataba de unir imágenes, figuras, rostros, todo lo que mi cerebro pudo acumular hasta aquél momento, hasta que resolví el enigma. A él lo conocía, cuando me dí vuelta para tratar de gritarle algo, de decir algo. De expresar lo que en ese momento y quizás aún hoy no pueda expresar, me encontraba de vuelta en el lago. Ahora flotaba, mi cuerpo levitaba en medio del lago que irradiaba vapor. Me encontraba boca arriba, aunque mi cabeza estaba inclinada hacia atrás, los dedos de mis pies casi tocaban el agua. Frente a mi ojos un cuaderno abierto que leía con una caligrafía no muy delicada, escrito con birome. Atiné en un intento agotador cerrar el libro, cuando logré hacerlo era un cuaderno de tapa azul-violácea. De pronto todo blanco.
Abrí los ojos, y estaba encandilado  por un rayo de sol que se colaba por la rendija de la persiana de mi cuarto. Trate de pensar pero lo olvide todo. Me estire en la cama, llevé los brazos flexionados hasta la altura de mis orejas empujando las almohadas hacia arriba, mientras mi piernas lentamente se estiraban con los pies en punta hasta los bordes de la cama. Inhale profundo, en un movimiento de látigo volví a enrollarme y relajé todos mis músculos.
Había estado soñando, aunque aún quedaban vestigios de las palpitaciones del sueño. Miré toda la habitación desde la cama. El techo se me presentó como una gran fuente de distracción por al menos cinco minutos. Cuando volví a recuperar la cordura, decidí sacar fuerzas quién sabe de donde, y me senté al borde de la cama. Fue un sueño me decía en voz reflexiva, pero…¿qué quería decirme eso?.
Estuve un rato debatiendo si quería realmente levantarme, o acostarme de nuevo. El cuerpo me pesaba, pero comenzaba a sentirse cada vez un poco más relajado. Me frote la cara y el cabello, lo intenté acomodar aunque el intento sólo logro que se desacomodara aún peor. Miré el reloj, y ahí lo vi, el cuaderno con el que había soñado, cuaderno que en la vorágine de todo lo sucedido en los últimos días había abandonado. Comprendí que en alguna especie de ayuda memoria culpógena el sueño me hacía recordar que debía leer aquél cuaderno. Decidí no olvidarlo, aunque a pesar de ello, aquél día tampoco lo iba a tomar en mis manos.

Capítulo XIV


Desde mí – Ser libre de para poder volver

Pero está claro, que no era lo que en verdad quería. No sabía en aquél momento qué es lo que realmente quería, pero sabía que no quería libertad, y tampoco quería atarme a él. Hubiese querido en aquél momento dejar de pensar, pero sabía que esa opción no estaba dentro de las posibilidad lógicas que me atañen. A veces, y no es que me esté quejando, resulta un inconveniente pensar las cosas, tampoco es que desee ser otra cosa que no soy. De alguna manera me quejo, pero me justifico de esto que soy, porque otra no me queda. También pienso que está bien que otra no quede, no lo digo como alguien que está resignado, sino más bien lo digo desde un lugar en el que no sé lo que estoy diciendo, pero algo estoy intentando decir. Todo es confuso en algún punto.
Él me vió, se sonrió me saludo con un gesto y se desvaneció en aquél edificio. Yo quedé sorprendido. En un momento pensé en correr a golpear la puerta antes de que subas al ascensor que te llevaría hasta tu locación. Después comprendí que era innecesario, que las cosas la tenía que terminar de resolver yo, más que nunca, desde mí. Me habías dado eso que tantos quieren tener, y yo estaba ahí sin saber muy bien que hacer.
Regresé, tranquilo, hasta mi casa intentando pensar que iba a hacer con Ella. No lograba figurármelo. Me senté en la vereda esperando para ver amanecer –metafóricamente hablando, ya que la cuadra esta llena de edificios que me impiden ver el amanecer-. La madrugada estaba lo suficientemente tranquila, como para que yo, decidiese que era lo que quería hacer. Por primera vez dejaba de pensar en el pasado, y comenzaba a ver hacia adelante.
Un gato saltaba los techos, lo miré, lo llamé. Se paralizó, no estaba seguro si yo iba a ser una buena compañía aquella noche. Estaba lo suficientemente afectado como para estar acompañado, aunque pareciese que un momento lo dudo. Parecía que por un instante se iba a acercar, se iba a posar sobre mis piernas, e iba a ronronear. Después me dí cuenta que eso fue lo que quise creer. Me miro, se mostró lo suficiente como para que lo admire, y se metió en uno de los balcones.
Comprendí que la libertad no era lo que quería, tanto como aquél ser peludo. Yo simplemente quería poder ser libre de volver a algún lugar que me sea propio, dónde me estén esperando, donde me puedan rascar el lomo y quedarme así dormido. No pedía mucho más que eso. Lloré porque lo comprendí, y luego empecé a reír como nunca había reído. Reí libremente, porque estaba liberado y yo quería atarme.
Como en un estado de gracia decidí irme a dormir. Ya había amanecido, los porteros baldeaban las veredas, el aire puro de la mañana era bellísimo, pero yo quería descansar. Había sido una noche en la cual todo había sido lo suficientemente intenso, confuso y a la vez esclarecedor como para seguir despierto. Era hora de ausentarme por un momento.

Capítulo XIII


Súbito – Inherte

            En un instante ves pasar tu vida pasando por detrás de la retina. Es un instante de muerte. No es que necesites superar o que no hayas superado algo del pasado, es que todo pasado está envuelto de nostalgia, como deseo insatisfecho, como enunciado posmoderno. Por momentos pensás en inmolarte, quedar inherte ahí. A la espera, sin dar el brazo a torcer, sin modificar tu conducta porque sos fiel a eso que sos. Quizás eso que seas no sea lo mejor, ni siquiera se asemeje a lo bueno, pero es lo que sos.
            Después de años de vivir pidiendo perdón, después del enunciado mortífero que su boca soltó, comprendés que hubo algo en él que te sirvió: “Con el perdón no hago nada”.  Quizás sea esa la razón por la cual hoy me encontraba viéndolo, inconsciente o premeditadamente. No son momentos de pedir perdón, son momentos de agradecer. Si tan sólo él pudiese saber que aquella vez que me liberó de él, también me libero de toda la vida, de toda mi vida pasada. De todo perdón enunciado, de todo sentimiento de culpa mal usado.
            Y aunque siempre anhelamos a la inalcanzable, imposible e histérica –y estoy hablando de La Libertad-, no sabemos muy bien que hacer con ella. Cuando de pronto comprendemos, que la tenemos en las manos, no queremos otra cosa más que arrojarla lo más lejos posible, para iniciar de nuevo esa búsqueda. ¿Será que acaso estamos destinados a anhelarla con tantas fuerzas que cuando la tenemos, ya no la queremos? ¿Seremos realmente como ella, histéricos? ¿O es que acaso, no la queremos, simplemente la queremos porque es lo que se debe querer? Quizás la libertad es eso que nos lleva a morir, a sentirnos muertos, por el simple hecho de que al tenerla, ya no existe esa fuerza que nos moviliza a buscarla.
            Así me sentía yo, muerto. Prefería quedarme atado, esclavizado a su perfume por la mañana cuando partía para su trabajo, a mis zapatos al lado de los suyos, a mi mano junto a su mano. Hay algo de esa rutina, que tanto arruina, que no quería perder. No sé cómo fue que paso, pero encontré la libertad con él. Y no quiero tampoco ponerlo en el lugar del héroe de esta historia. No son tiempos para escribir historias sobre héroes, ni villanos. Son tiempos de escribir las cosas que muchas veces no se pueden decir. Como cuando, antes de partir, no pude decir Gracias. Tampoco las lágrimas lo dejaban. Pero había algo en ese instante súbito, que me dejó posicionado de tal manera que las palabras eran incomunicables. No había nada que yo pudiese decir para expresar lo que sentía. Era como si me regalasen la vida, y a la vez me dijeran las cosas malas que tenía vivir. Era una decisión difícil, con la única diferencia que en esta oportunidad yo no podía elegir, porque fui arrojado a la tan anhelada libertad.

Capítulo XII


Del ser al no ser – Frío en la piel

            Todo hubiese sido más fácil si mi boca hubiese roto en una especie de agonía. Pronunciar un nombre, más que un nombre, diría Su-Nombre. Me disloqué en el camino a casa, mientras pensaba que existen pájaros y flores, que después de todo esa sensación pre-infarto, el pecho oprimido, el corazón palpitando, la imagen borrosa era sólo consecuencia del frío. Aunque la piel ajada de mi mano, era la que sentía el inescrupuloso frío que me acompañaba en aquella caminata nocturna hacia mi cálida casa.
            Llega un momento en la noche en que un piano es el refugio más ameno para sufrir. No es que me encante el drama –aunque de hecho es que si me encanta- pero más allá de aquella fascinación por lo gris, hay algo que es inherente al ser, una predisposición filogenética a la melancolía. El anhelo de lo viejo, anhelo gris y siempre reinventado, re-editado, descompuesto y vuelto a componer. Esa especie de creencia irrefrenable de que todo pasado fue mejor, y que en ese pasado se fue realizado. Una creencia absurda, porque en aquél pasado añorábamos otro pasado. Es la explicación que leí no hace mucho tiempo en unos escrito de un viejo vienés.
            En aquél momento no lograba comprender a que se refería. El alemán no es de las lenguas anglosajonas que más me agrada, aunque algunos fonemas suenan bastante violentas para la garganta, que dan ganas de gritarlas mientras agitas la mano, quejándote de que “Todo pasado, fue siempre mejor”.
            No agrada mucho al escritor de caer en los clichés, pero claro está que en mi cabeza suena un blues, mientras camino helado y de manera cíclica la misma manzana, una y otra vez. Como si fuese que este camino, este trecho tendría algo que decirme. La calle se encuentra desolada, aún no amanece, aunque el aire comienza a sentirse más puro. Y yo sigo dando vueltas intentando encontrarle algún sentido al enunciado, al no poder decir tu nombre.
            Levante la mirada un segundo, y te ví. Calle Montevideo. Y lo comprendí todo. Ahí estabas. Volviendo de quién sabe qué lugar. Comprendí como en un epifánico momento de gracia. Que todo lo que había hecho había sido en vano. Todo recorrido subjetivo, se había vuelto en la peor de las traiciones. Mis pies me dirigieron, en esa dislocación del recorrido hasta tu edificio. Entendí que esta vez, esta vez… no iba a comprender nada.
            Atónito me miraste. Y en esa especie de micro-fracción de tiempo, en ese microsegundo, entendimos nuestra miserable existencia. Al menos, yo había entendido la mía. No alcanzaba con saberte libre y solo deambulando por las calles de esta ciudad. Necesita comprobar que eras feliz sin mí. Ahí estabas, irradiando alcohol por los poros, casi contento de volverte a casa después de una larga noche. Yo intentaba moverme hacia alguna dirección. Quede estacado a aquella vereda por unos minutos más. Contemplando lo que el cosmos había ordenado para mí.

Capítulo XI


Los recovecos – Los gestos

            Nunca comprendí muy bien, que hacía yo ahí. Estaba como inerte. Por un momento el tiempo se detuvo. Todo era bastante claro. Lo recuerdo corriendo por el patio de la casa, nos recuerdo riendo como en pequeños flash-back. Recuerdo un paisaje verde, su sonrisa iluminada por el sol, sus rulos, la manera en la que caminaba, sus preferencias a la hora de vestir. Sus pequeños tics a la hora de desvestirse. Lo recuerdo todo, como ponía sus labios a la hora de pronunciar “mon petit”, la boca apenas abierta, la lengua detrás de los incisivos superiores, la boca estirarse, el aire saliendo al final del enunciado.
            Recuerdo la lluvia, los relámpagos, mi infancia. Recuerdo que solía creer que el sonido de mi voz salía por el ombligo. Recuerdo el vapor y las virutas del té que me tomé en aquél paseo durante aquél otoño helado. Recuerdo su llanto, la manera en que le temblaba el ceño aquella tarde en la que decidió irse, la lágrima rodando por su rostro, dejando atrás un camino húmedo de recuerdos gratos opacados por vaya uno a saber qué cosas… Y de repente otra vez vuelto al bar, a los ladrillos, a Juan diciendo ¿Dónde estás? ¿Dónde estás? ¿Me escuchas? Volvé.
            Las cejas se me levantan, la boca se me estira, un esbozo de sonrisa, una nostalgia por todo el lugar.
–Acá estoy, y por lo que creo ver, Cata se parece mucho a ella –señale entre la multitud- No estoy seguro, pero pareciese que es ella. Por la manera de caminar, y por los cabellos hasta el hombro, y esos rasgos afilados.
            Juan había entrado en una especie de trance, no entendía muy bien que estaba sucediendo, pareciese que ahora él estaba haciendo un viaje a través del tiempo. Sigo preguntándome hasta dónde habrá llegado, y qué situaciones habrá recordado. Dejó su vaso de cerveza en la barra, para contemplarla abriéndose paso entre la multitud, y afirmándome sólo con la cabeza que ella era la susodicha.
            Pensé, como quién piensa cosas al azar, que quizás bastó nombrarla, bastó que por una especie de conexión cósmica, al nombrar a alguien, el nombre pronunciado rebotara por todos los espacios, recorriera todo el universo en una especie de resonancia colosal, hasta llegar al oído de quién acababa de ingresar por la puerta. Grite su nombre, y no funcionó. Nunca apareció en toda la noche. Juan ya me había introducido a Cata, quién no me había caído para nada mal. Mientra yo relojeaba cada tanto la puerta haber si se hacía presente. No sucedió en toda la noche. La guitarra siguió regalándome melodías nostálgicas, y yo seguí esperando.
            Supuse más tarde que quizás no lo dije suficientemente fuerte, que quizás había traspasado la atmosfera, y había llegado al vacío, y se abría esfumado precisamente allí, interceptando esta especie de evocación. Volví completamente desalineado y desahuciado a casa.