viernes, 30 de marzo de 2012

Capítulo I


La necesidad de escribir – El encuentro

Por alguna razón, nos encontramos en aquel bar. Recuerdo que era la tarde de un lunes caluroso, habías salido de tu clase de pintura. Venías un poco desalineado, con un jogging gris, con manchas de pintura, y tu remera blanca una obra de arte posmoderna y abstracta. Podría decirse que Rorschach no tenía nada que envidiarle a tu remera. Recuerdo habernos visto en una de las manchas. Quizás la necesidad de proyectar esta historia.
Yo tomaba mi café habitual, mientras escribía un par de cosas sin sentido en un cuaderno un poco gastado y viejo, de tapa azul con forro de araña. Estaba bloqueado, jugaba con los sobrecitos de azúcar, mientras veía la gente pasar. Intentaba contar una historia, el diario en la mesa cansado de ser leído. No hubo historia que aquella tarde de lunes me atrapara en el diario. Simples robos, en una Argentina que se nos va de las manos, donde todos aquellos que en el bar estaban, antes de que entrases, tenían caras de asombro y horror ante el robo ocurrido a un niño de 6 años en la intersección de la calle Pasco y Bv. Oroño. Cómo si fuese una novedad, habiendo tantos asaltos, de esta Argentina que nos vió nacer en algún año, ya nada nos podría sorprender. Siquiera tuvieron piedad por aquella anciana que, viuda ya, acaba de perder la vida en Zona Norte tras un asalto en el cual los ladrones, no solo se llevaron las cosas de valor material, sino también simbólico, como el anillo con el cual su esposo, fallecido ya, Carmelo le había jurado amor un tarde otoñal en pleno Parque Independencia frente al lago artificial, y a los patos. Para ella habría sido eso lo que la enamoró. La escena que se materializo aquel mayo de 1935.
Los ladrones, después de arrasar con todo, a sangre fría la ataron a la cama, le taparon la cara con un almohadón,  y tras tres tiros huyeron de la escena sin dejar el menor de los rastros. Los vecinos se habrían asombrado por no escuchar nada de lo sucedido en aquella casa habitada por la anciana. Dicen que era la abuela más querida del barrio, la que siempre ayudaba a todos a pesar de su estado de salud. La entrevista al niño de 10 años vecino de Clementina –la acribillada- decía que la iba a extrañar mucho, que ella siempre estaba ahí para él. Las malas lenguas dicen que la situación familiar de Fermín –el niño- no es muy optima, un padre ausente, una madre esquizofrénica y un hermano que de hermano no tiene nada.
El problema se presenta cuando los que conmigo comparten ese bar no muestran signo de alteración alguno ante semejante acto atroz ocurrido en zona norte de esta ciudad. Se preocupan por aquél que ha sido asaltado en calle Pasco y Bv. Oroño por el simple hecho de que nos encontramos a un par de cuadras del lugar donde sucedió el acto.
Para cuando yo absorto por la situación, jugaba con la lapicera como creyendo que de este país no se puede esperar más. Mientras inventaba en mi cabeza situaciones utópicas en países muy alejados de este, entraste al bar con tu presencia bastante desalineada, te acercaste a la barra, pediste al mozo que te atienda  y te sentaste en la mesa 8, a tan sólo una mesa de distancia de la mía. Te sentaste frente a mí, mientras escribía. Recuerdo la sensación de sentirme observado, que al poco tiempo dejó de existir. Sentado ya en tu mesa, con el mozo al lado encargaste una tónica y agarraste el diario. Yo no podía esperar menos, ya te imaginaba deshilachado ante el robo del niño, asombrado por lo cerca que estábamos todos los de bar, del lugar donde el hecho se consumó. Decidí no mirarte más y seguir inventando historias utópicas en mi cuaderno azul.
Escribí una de las historias más patéticas que en mi corta vida había escrito, contaba la historia de una niña de cabellos ondulados y rubios, llamada Ana, que jugaba en una plaza y que conoció el amor de su vida en el tobogán. Tenía tan sólo 7 años y se enamoró de Bautista, un niño de 11 años que jugaba con sus amigos a la escondida. Él correteaba por la plaza buscando el mejor escondite, y decidió subir al tobogán para esconderse cuando de pronto la encontró a ella sentada esperando algo. No sabía muy bien que esperaba la pequeña Ana, pero se miraron y entendieron que ambos debían estar ahí, juntos. Ella ruborizada, y él tan tímido como siempre, compartieron el silencio, que siguió después de la huída despavorida de él tras el grito de ¡Pica Bautista en el tobogán!
Ana sabía que él sería alguien en su vida, al comienzo supo aguantar las ganas de saludarlo. Varios días después la historia se repite pero ya no en el tobogán sino detrás de un árbol en el cual ella estaba sentada comiendo un paquete de Operas. Al encontrarse no supieron más que hacer y rieron, sin siquiera conocerse, ellos se rieron y ahí ella lo entendió todo. Se saludaron, como los chicos se saludan, y Ana tan inquieta como siempre, ya no ruborizada, pregunto que hacía él. Él explico que jugaba a la escondida, y nuevamente, ahora al grito de Ignacio, que lo había descubierto detrás del árbol Bautista se echo a correr dejando a la pequeña Ana en el árbol sola. Tras varios encuentros del mismo tipo, en distintos días, una tarde, ella decidida a saber más sobre el niño, le dio charla mientras él se escondía.
La historia llegó hasta ahí, sé que tiene que tener una tragedia en el medio, Ana que lo ve a Bautista con otra chica, o algo por estilo, años que los separan, una ciudad inmensa que los contiene, y un secundario que los vuelve a unir para soñar un destino juntos lejos del país, quizás Cuba el país playa en el que los puertos lloran.
Una vez decidido a irme de aquél bar que poco inspiraba, a pesar de ser socio vitalicio prácticamente, junte mi pequeño libro lo guarde en mi mochila, llamé al mozo, pedí la cuenta. A su vuelta con boleta en mano, sin querer chocó con la mesa 8 y desbarató a quién se encontraba ahí. Se disculpó y un poco incomodo me alcanzó la cuenta. Pagué 8.50, dejé la propina que siempre le dejaba a Rogelio –el mozo- y me dirigí hacia la puerta. Cuando estaba yéndome miré por última vez como es costumbre, casi obsesiva, el bar y su clientela, y lo vi a él leyendo la noticia de la anciana, destrozado pero inmutable en su asiento de la mesa 8. Él levanto su mirada, me vio ahí observando el paisaje, y yo salí a la calle.