La necesidad de escribir – El encuentro
Por alguna razón, nos encontramos
en aquel bar. Recuerdo que era la tarde de un lunes caluroso, habías salido de
tu clase de pintura. Venías un poco desalineado, con un jogging gris, con
manchas de pintura, y tu remera blanca una obra de arte posmoderna y abstracta.
Podría decirse que Rorschach no tenía nada que envidiarle a tu remera. Recuerdo
habernos visto en una de las manchas. Quizás la necesidad de proyectar esta
historia.
Yo tomaba mi café habitual,
mientras escribía un par de cosas sin sentido en un cuaderno un poco gastado y
viejo, de tapa azul con forro de araña. Estaba bloqueado, jugaba con los
sobrecitos de azúcar, mientras veía la gente pasar. Intentaba contar una
historia, el diario en la mesa cansado de ser leído. No hubo historia que
aquella tarde de lunes me atrapara en el diario. Simples robos, en una
Argentina que se nos va de las manos, donde todos aquellos que en el bar
estaban, antes de que entrases, tenían caras de asombro y horror ante el robo ocurrido
a un niño de 6 años en la intersección de la calle Pasco y Bv. Oroño. Cómo si
fuese una novedad, habiendo tantos asaltos, de esta Argentina que nos vió nacer
en algún año, ya nada nos podría sorprender. Siquiera tuvieron piedad por
aquella anciana que, viuda ya, acaba de perder la vida en Zona Norte tras un
asalto en el cual los ladrones, no solo se llevaron las cosas de valor
material, sino también simbólico, como el anillo con el cual su esposo,
fallecido ya, Carmelo le había jurado amor un tarde otoñal en pleno Parque
Independencia frente al lago artificial, y a los patos. Para ella habría sido
eso lo que la enamoró. La escena que se materializo aquel mayo de 1935.
Los ladrones, después de arrasar
con todo, a sangre fría la ataron a la cama, le taparon la cara con un
almohadón, y tras tres tiros huyeron de
la escena sin dejar el menor de los rastros. Los vecinos se habrían asombrado
por no escuchar nada de lo sucedido en aquella casa habitada por la anciana.
Dicen que era la abuela más querida del barrio, la que siempre ayudaba a todos
a pesar de su estado de salud. La entrevista al niño de 10 años vecino de
Clementina –la acribillada- decía que la iba a extrañar mucho, que ella siempre
estaba ahí para él. Las malas lenguas dicen que la situación familiar de Fermín
–el niño- no es muy optima, un padre ausente, una madre esquizofrénica y un
hermano que de hermano no tiene nada.
El problema se presenta cuando
los que conmigo comparten ese bar no muestran signo de alteración alguno ante
semejante acto atroz ocurrido en zona norte de esta ciudad. Se preocupan por
aquél que ha sido asaltado en calle Pasco y Bv. Oroño por el simple hecho de
que nos encontramos a un par de cuadras del lugar donde sucedió el acto.
Para cuando yo absorto por la
situación, jugaba con la lapicera como creyendo que de este país no se puede
esperar más. Mientras inventaba en mi cabeza situaciones utópicas en países muy
alejados de este, entraste al bar con tu presencia bastante desalineada, te
acercaste a la barra, pediste al mozo que te atienda y te sentaste en la mesa 8, a tan sólo una mesa de
distancia de la mía. Te sentaste frente a mí, mientras escribía. Recuerdo la
sensación de sentirme observado, que al poco tiempo dejó de existir. Sentado ya
en tu mesa, con el mozo al lado encargaste una tónica y agarraste el diario. Yo
no podía esperar menos, ya te imaginaba deshilachado ante el robo del niño,
asombrado por lo cerca que estábamos todos los de bar, del lugar donde el hecho
se consumó. Decidí no mirarte más y seguir inventando historias utópicas en mi
cuaderno azul.
Escribí una de las historias más
patéticas que en mi corta vida había escrito, contaba la historia de una niña
de cabellos ondulados y rubios, llamada Ana, que jugaba en una plaza y que
conoció el amor de su vida en el tobogán. Tenía tan sólo 7 años y se enamoró de
Bautista, un niño de 11 años que jugaba con sus amigos a la escondida. Él
correteaba por la plaza buscando el mejor escondite, y decidió subir al tobogán
para esconderse cuando de pronto la encontró a ella sentada esperando algo. No
sabía muy bien que esperaba la pequeña Ana, pero se miraron y entendieron que
ambos debían estar ahí, juntos. Ella ruborizada, y él tan tímido como siempre,
compartieron el silencio, que siguió después de la huída despavorida de él tras
el grito de ¡Pica Bautista en el tobogán!
Ana sabía que él sería alguien en
su vida, al comienzo supo aguantar las ganas de saludarlo. Varios días después
la historia se repite pero ya no en el tobogán sino detrás de un árbol en el
cual ella estaba sentada comiendo un paquete de Operas. Al encontrarse no
supieron más que hacer y rieron, sin siquiera conocerse, ellos se rieron y ahí
ella lo entendió todo. Se saludaron, como los chicos se saludan, y Ana tan
inquieta como siempre, ya no ruborizada, pregunto que hacía él. Él explico que
jugaba a la escondida, y nuevamente, ahora al grito de Ignacio, que lo había
descubierto detrás del árbol Bautista se echo a correr dejando a la pequeña Ana
en el árbol sola. Tras varios encuentros del mismo tipo, en distintos días, una
tarde, ella decidida a saber más sobre el niño, le dio charla mientras él se
escondía.
La historia llegó hasta ahí, sé
que tiene que tener una tragedia en el medio, Ana que lo ve a Bautista con otra
chica, o algo por estilo, años que los separan, una ciudad inmensa que los
contiene, y un secundario que los vuelve a unir para soñar un destino juntos
lejos del país, quizás Cuba el país playa en el que los puertos lloran.
Una vez decidido a irme de aquél bar que poco inspiraba, a pesar de ser
socio vitalicio prácticamente, junte mi pequeño libro lo guarde en mi mochila,
llamé al mozo, pedí la cuenta. A su vuelta con boleta en mano, sin querer chocó
con la mesa 8 y desbarató a quién se encontraba ahí. Se disculpó y un poco
incomodo me alcanzó la cuenta. Pagué 8.50, dejé la propina que siempre le
dejaba a Rogelio –el mozo- y me dirigí hacia la puerta. Cuando estaba yéndome
miré por última vez como es costumbre, casi obsesiva, el bar y su clientela, y
lo vi a él leyendo la noticia de la anciana, destrozado pero inmutable en su
asiento de la mesa 8. Él levanto su mirada, me vio ahí observando el paisaje, y
yo salí a la calle.