domingo, 21 de julio de 2013

Capítulo XIX

Un corazón roto – El que fascina.

            La noche se volvió bastante fría, el cenicero cada vez se llenaba más de su propósito. No entendía nada, y ahí estaba en un estado completamente cavernoso. Debía aferrarme a algo, porque estaba demasiado suelto de todo. Comencé a pensar, aún más, para no perder el vicio. Mi amor era eso, eso que no fue nada. Que pasó desapercibido. Y sin embargo era mío, y nadie podía arrancarme eso de las manos.
            Yo quería creer en las palabras de él, aquella tarde en la que dijo que mi cuerpo era demasiado chico para mi. La tarde en la que selló mi espalda y mi cuello con un beso. Sin embargo hoy estaba acá, y él quien sabe donde. Esto podría haber sido una canción que a pesar de ello no fue. No podría decir que lo ame, porque en verdad aún no logro captar esa esencia de aquello que comúnmente llamamos amor y en pos de lo cual, pareciese que, hacemos todo. Más allá -o más acá de eso- algo hizo, algo parecido a eso supo ser, porque no se justifica que de alguna manera el eje se haya corrido.
            Lo curioso es que él ya había aparecido en mi vida con anterioridad. Haces unos años conocí un Artista, que ahora se encuentra alejado de esta ciudad. Cuando la historia comenzó, no era más que un roto corazón que, lamentablemente para mi, no pudo sanar. Se llamaba Silvestre, y hacía honor a su nombre. Era flaco, un poco más alto y un poco menos flaco que yo. Silvestre, el artista, duró poco y sin embargo hoy lo sigo recordando. La cuestión es que Silvestre era un corazón roto, era un manojo de problemas y neurosis. Estaba enamorado de Él y de New York, y no de mi. Recuerdo lo que reímos y la torpeza de su accionar, recuerdo el cadáver exquisito que hicimos. Recuerdo haberlo visto llorar y sufrir por Él, y juro que no comprendía cómo un Artista podía llorar por alguien como Él. Hoy y un poco más acá de eso que me era ajeno, creo entenderlo y en cierto sentido, con el correr de los años, lo abrazo aunque ya no esté en esta ciudad.

            Él no es el amor de mi vida, como tampoco lo fue de la vida de Silvestre. En sí mismo no participa de la idea de belleza, pero -y en esto estoy seguro- tiene algo, algo que socialmente es valorado. No es un atributo físico, porque no deja de ser uno más del montón. Pero, y aunque probablemente le duela, Él es un producto del mercado, es un producto de consumo, de moda. Y creo que lo fascinante radica exactamente en eso. En que, por vez primera, es el producto de la moda el que te elige. Uno acepta el encuentro, aunque en verdad no signifique nada. Uno quiere -a pesar de que suena deplorable- pertenecer a ese círculo que es socialmente valorado. Y con ese objetivo se deja usar por el producto. Seamos honestos, lo de "dejarse usar", es sólo una manera de decirlo. Pese a que uno pareciese confundir en el horizonte de la experiencia con Él el amor y el consumo, en realidad Él tampoco deja de ser usado. Usado para "pertenecer" a nuestro pesar. Y en ese sentido es en el que lo prefiero retener, como objeto de consumo que me eligió, por más de que el que terminó juntando los pedazos rotos de sí mismo sea yo; al final de cuentas ¿qué es el amor sino eso que en apariencia se expresa como imposible, inaccesible, inalcanzable?

Capítulo XVIII

En ese instante y para siempre – Idos

Comprendí, en ese instante que las cosas se suceden casi por azar. Era extraño encontrarme leyendo aquello que parecía ser amor. Como si fuese que todo lo que está escrito es sobre el amor. Acaso será que uno quiere justificarse amor en cada historia.
            Era algo que parecía tener lógica. Lo amó en ese instante y para siempre. Es curioso que mi historia no se parezca en nada. Yo creía en un montón de cosas, pero no en esa en la cual el amor era eso, el simple encuentro. Y sin embargo, el dolor de aquella historia inconclusa era inmensamente más fuerte que cualquier otro. Pensé en el hecho ocurrido. Y comencé a proyectar los fantasmas que me acompañan desde siempre. Maldije a Eliseo. Era su culpa que nuestro escritor anónimo se aferre a concepciones insípidas sobre el amor, era suya la culpa y sólo suya. Era como si, lo odiase por generar amor, o alguno de sus derivados.  Eso es algo que me molesta. Convengamos que yo, por mi parte, tengo una concepción casi tan absurda -aunque lo niegue- a aquél pobre infeliz que guarda tickets, y que todo lo anota. Comencé a reír. Nunca fuimos más que dos pobres infelices que hacen de lo absurdo el amor. Los pequeños gestos, se convierten en testimonio de amor. Los tickets, las calles, las plazas, los bancos, los cielos, los olores, los perfumes, las palabras, los gestos. Todo se convierte en amor o su opuesto complementario. Es una manera sublimemente absurda, de infante, del amor. Pero, qué es al final del día el amor.
            De repente, mi perfume me lo recordó, y recordé la escena que hacía unos días se había sucedido. Me reí, y a la vez volví a llorar. No podía creer, no quería creerme llorando ahí. Las cosas no son tan magnificas como las cuento. Probablemente él nunca fue nada mío, y yo tampoco fui nada de él. Aunque yo hubiese querido creerlo, y sin embargo ahí estaba, encontrándolo, llorándolo, sublimándolo.
            Y si después de todo, lo llorado y lo reído, aquello nunca fue amor. Empecé a sentirme muy mal. Aquél lugar iba a destrozarme, lo sabía, y sin embargo la pregunta se repitió toda la tarde hasta entrada la noche. Prendía la lámpara del living, y me preguntaba. Lo recordaba allí recostado, riendo, recordaba nuestras charlas, y seguía cuestionándolo. ¿Fuimos amor?, no se si fuimos amor, pero estaba seguro de que fuimos, de que ya estábamos idos, que ya se había acabado y yo me encontraba cuestionándolo. Cómo hacía para justificar todo lo vivido, en calidad de qué, o con qué razón de ser.
            Si hay algo que tengo, y de esto estoy seguro, es que soy demasiado neurótico, y con ese fundamento, seguía allí, recordando y preguntando. Lo veía en la cocina, como un fantasma, y no lograba entender. No entendía nada.