martes, 18 de diciembre de 2012

Capítulo XI


Los recovecos – Los gestos

            Nunca comprendí muy bien, que hacía yo ahí. Estaba como inerte. Por un momento el tiempo se detuvo. Todo era bastante claro. Lo recuerdo corriendo por el patio de la casa, nos recuerdo riendo como en pequeños flash-back. Recuerdo un paisaje verde, su sonrisa iluminada por el sol, sus rulos, la manera en la que caminaba, sus preferencias a la hora de vestir. Sus pequeños tics a la hora de desvestirse. Lo recuerdo todo, como ponía sus labios a la hora de pronunciar “mon petit”, la boca apenas abierta, la lengua detrás de los incisivos superiores, la boca estirarse, el aire saliendo al final del enunciado.
            Recuerdo la lluvia, los relámpagos, mi infancia. Recuerdo que solía creer que el sonido de mi voz salía por el ombligo. Recuerdo el vapor y las virutas del té que me tomé en aquél paseo durante aquél otoño helado. Recuerdo su llanto, la manera en que le temblaba el ceño aquella tarde en la que decidió irse, la lágrima rodando por su rostro, dejando atrás un camino húmedo de recuerdos gratos opacados por vaya uno a saber qué cosas… Y de repente otra vez vuelto al bar, a los ladrillos, a Juan diciendo ¿Dónde estás? ¿Dónde estás? ¿Me escuchas? Volvé.
            Las cejas se me levantan, la boca se me estira, un esbozo de sonrisa, una nostalgia por todo el lugar.
–Acá estoy, y por lo que creo ver, Cata se parece mucho a ella –señale entre la multitud- No estoy seguro, pero pareciese que es ella. Por la manera de caminar, y por los cabellos hasta el hombro, y esos rasgos afilados.
            Juan había entrado en una especie de trance, no entendía muy bien que estaba sucediendo, pareciese que ahora él estaba haciendo un viaje a través del tiempo. Sigo preguntándome hasta dónde habrá llegado, y qué situaciones habrá recordado. Dejó su vaso de cerveza en la barra, para contemplarla abriéndose paso entre la multitud, y afirmándome sólo con la cabeza que ella era la susodicha.
            Pensé, como quién piensa cosas al azar, que quizás bastó nombrarla, bastó que por una especie de conexión cósmica, al nombrar a alguien, el nombre pronunciado rebotara por todos los espacios, recorriera todo el universo en una especie de resonancia colosal, hasta llegar al oído de quién acababa de ingresar por la puerta. Grite su nombre, y no funcionó. Nunca apareció en toda la noche. Juan ya me había introducido a Cata, quién no me había caído para nada mal. Mientra yo relojeaba cada tanto la puerta haber si se hacía presente. No sucedió en toda la noche. La guitarra siguió regalándome melodías nostálgicas, y yo seguí esperando.
            Supuse más tarde que quizás no lo dije suficientemente fuerte, que quizás había traspasado la atmosfera, y había llegado al vacío, y se abría esfumado precisamente allí, interceptando esta especie de evocación. Volví completamente desalineado y desahuciado a casa.

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